Esa primera Navidad, la Tierra ignoraba el significado de un nacimiento sencillo en una ciudad tranquila. Pero el cielo sabía el significado. Los ángeles del cielo aguardaban con expectativa para estallar en alabanza, loas y adoración ante el nacimiento del Cristo recién nacido. El nacimiento del Niño significó salvación para la humanidad. El ángel le dijo a José: “Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:21).
A diferencia de Isaac, quien ascendió a la montaña sin tener idea que él sería el sacrificio, Jesús descendió del cielo completamente consciente de lo que el Padre tenía planeado para Él. La Escritura nos registra lo que pudo haber sido un mensaje de despedida que Jesús dio antes de Su encarnación.
Por lo cual, entrando en el mundo dice: Sacrificio y ofrenda no quisiste; más me preparaste cuerpo. Holocaustos y expiaciones por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer Tu voluntad.” (Hebreos 10:5–7)
Ese pasaje de la Escritura nos da una mirada extraordinaria al corazón del Salvador antes de Su nacimiento. Él supo que estaba llegando al mundo para ser el sacrificio definitivo y final por el pecado. Su cuerpo había sido preparado divinamente por Dios, específicamente para ese propósito. Jesús iba a morir por los pecados del mundo, y Él lo sabía. Además, Él lo estaba haciendo por Su propia voluntad. Ése fue el objetivo de la encarnación.
El tema importante de la Navidad no es tanto que Jesús vino, sino por qué Él vino. No hubo salvación en Su nacimiento. Ni tampoco la manera en la que Él vivió Su vida sin pecado tiene fuerza redentora alguna. Su ejemplo, si bien fue perfecto, no pudo rescatar a los hombres de sus pecados. Incluso Su enseñanza, la verdad más grande jamás revelada al hombre, no pudo salvarnos de nuestros pecados. Había un precio que debía ser pagado por nuestros pecados. Alguien tenía que morir. Solo Jesús podría hacerlo.
Jesús vino a la tierra para revelar a Dios a la humanidad. Él vino a enseñar la verdad. Él vino a cumplir la ley. Él vino a ofrecer Su reino. Él vino para mostrarnos cómo vivir. Él vino para revelar el amor de Dios. Él vino para traer paz. Él vino para sanar a los enfermos. Él vino para ministrar a los necesitados.
Pero todas esas razones son de importancia secundaria con respecto a Su propósito esencial. Él pudo haber hecho todo eso sin haber nacido como un humano. Él pudo simplemente haber aparecido —como el Ángel del Señor a menudo lo hacía en el Antiguo Testamento— y lograr todo lo que menciona la lista anterior, sin llegar a convertirse en un hombre. Pero Él tenía una razón más para venir: Él vino a morir.
He aquí un aspecto de la historia de la Navidad, que a menudo no es mencionado: esas manitos suaves moldeadas por el Espíritu Santo en el vientre de María, fueron creadas para ser atravesadas por clavos. Esos pies de bebé rosados que no podían caminar, algún día, se tambalearían subiendo una colina polvorienta, para ser clavado a una cruz. Esa cabecita dulce de niño con ojos vivaces y boca entusiasta fue formada para que algún día los hombres forzaran una corona de espinas en ella. Ese cuerpito delicado, tibio y suave envuelto en pañales, un día sería desgarrado por una lanza.
Jesús nació para morir.
No piense que estoy tratando de apagar su espíritu navideño. Lejos de eso —ya que la muerte de Jesús, si bien fue planeada y llevada a cabo por hombres con intenciones malvadas, en ningún sentido fue una tragedia. De hecho, representa la victoria más grande que alguien haya alcanzado sobre la maldad.
El autor de Hebreos ilustra cómo la historia completa de Su nacimiento incluye Su muerte sacrificial:
Pero vemos a Aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte, para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos. Porque convenía a Aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos…Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre (Hebreos 2:9–10, 14–15).
Es apropiado conmemorar el nacimiento de Cristo. Pero no cometamos el error de dejarlo como un bebé en un pesebre. Tenga en cuenta que Su nacimiento fue tan sólo el primer paso en el glorioso plan de redención de Dios. Recuerde que es el triunfo de la muerte sacrificial de Cristo lo que le da sentido a Su humilde nacimiento. Usted no puede, verdaderamente, celebrar uno sin el otro.
(Adaptado de The Miracle of Christmas)