Imagine cómo se habrá sentido María cuando el ángel le dijo que ella sería la madre del tan-esperado Mesías —que ella sería responsable de criar y proteger a su Salvador. ¿Cómo piensa que usted respondería?
Sin lugar a dudas, encontraría que esa responsabilidad era abrumadora e intimidante. Usted podría inmediatamente sentirse agobiado por el temor. Usted podría aún intentar rechazar respetuosamente la posición por completo.
Es por eso que la respuesta de María a la profecía del ángel, en Lucas 1:28–35, es tan destacable. Ella era simplemente una joven —realmente una niña— pero reaccionó con la gracia, sabiduría y sensatez espiritual de una creyente madura.
Reunión con Elisabet
María, llena de júbilo y rebosando de alabanza, se apresuró a ir a la aldea en la montaña para visitar a su amada pariente Elisabet. No hay sugerencia de que María estuviera huyendo de la vergüenza de su embarazo prematuro. Al parecer, simplemente deseaba un alma gemela con quien compartir su corazón. El ángel le había informado a María explícitamente acerca del embarazo de Elisabet. Así que era algo natural para ella visitar a una pariente cercana, quien era una firme creyente, y que también estaba esperando su primer hijo por medio de un nacimiento milagroso anunciado por un ángel (Lucas 1:13–17). Mientras que Elisabet era mucho mayor, quizás cerca de los ochenta, y nunca había podido concebir —y María estaba al comienzo de la vida— ambas habían sido sobrenaturalmente bendecidas por Dios en este aspecto. Era una situación perfecta para pasar tiempo juntas regocijándose en la bondad del Señor.
La respuesta inmediata de Elisabet al sonido de la voz de María le dio a María una confirmación independiente de todo lo que el ángel le había dicho. La Escritura dice,
Y aconteció que cuando oyó Elisabet la salutación de María, la criatura saltó en su vientre; y Elisabet fue llena del Espíritu Santo, y exclamó a gran voz, y dijo: Bendita tú eres entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre. ¿Por qué se me concede esto a mí, que la madre de mi Señor venga a mí? Porque tan pronto como llegó la voz de tu salutación a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Y bienaventurada la que creyó, porque se cumplirá lo que le fue dicho de parte del Señor. (Lucas 1:41-45)
El mensaje de Elisabet fue profético, y María lo comprendió al instante. María había sabido sobre el embarazo de Elisabet por medio de un ángel. Nada indica que María le había enviado la noticia de su propia circunstancia a Elisabet. En efecto, la llegada repentina de María tenía todo el sello de una sorpresa para su pariente. El conocimiento de Elisabet acerca del embarazo de María, por lo tanto, vino a ella en la revelación que ella misma pronunció cuando fue repentinamente llena del Espíritu Santo.
El salmo de alabanza de María
María contestó con palabras proféticas propias. Su discurso es conocido como el Magníficat (expresión en latín para las primeras palabras del estallido en alabanza de María). Realmente es un himno acerca de la encarnación. Sin lugar a dudas, es una canción de gozo inexplicable y el más magnifico salmo de alabanza en el Nuevo Testamento. Es igual que cualquier salmo del Antiguo Testamento, y tiene un gran parecido al famoso himno de alabanza de Ana por el nacimiento de Samuel. Está lleno de esperanza mesiánica, lenguaje escritural y referencias al pacto Abrahámico:
Entonces María dijo:
Engrandece mi alma al Señor,
Y mi espíritu se regocija en Dios mi Salvador.
Porque ha mirado la bajeza de su sierva;
Pues he aquí, desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones.
Porque me ha hecho grandes cosas el Poderoso;
Santo es su nombre,
Y su misericordia es de generación en generación
A los que le temen.
Hizo proezas con su brazo;
Esparció a los soberbios en el pensamiento de sus corazones.
Quitó de los tronos a los poderosos,
Y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes,
Y a los ricos envió vacíos.
Socorrió a Israel su siervo,
Acordándose de la misericordia
De la cual habló a nuestros padres,
Para con Abraham y su descendencia para siempre. (Lucas 1:46–55)
Es claro que el corazón y la mente joven de María ya estaban completamente saturados con la Palabra de Dios. Ella incluyó no solo ecos de dos de las oraciones de Ana (1 Samuel 1:11; 2:1–10), sino además varias otras alusiones a la ley, los salmos y los profetas.
Aquellos que canalizan sus energías religiosas venerando a María harían bien en aprender de su ejemplo. Dios es el Único a quien ella exaltó. Es notable la forma en que alabó la gloria y la majestad de Dios mientras que reconocía su propia humildad repetidamente. Ella no tomó ningún crédito por nada bueno en ella misma, sino que alabó al Señor por sus atributos, específicamente nombrando algunos de los más importantes, incluyendo Su poder, Su misericordia y Su santidad. Libremente, confesó a Dios como el único que ha hecho cosas maravillosas por ella, y no viceversa. La alabanza es por completo acerca de la grandeza de Dios, Su gloria, el poder de Su brazo y Su fidelidad a través de las generaciones.
La adoración de María era evidentemente de corazón. Estaba claramente consumida por la maravilla de Su gracia. Parecía completamente asombrada por las grandes cosas que el Señor hacia tan inmerecidamente en ella. Esta no era la oración de alguien que alegaba haber sido concebida en forma inmaculada, sin la corrupción del pecado original. Por el contrario, era el regocijo feliz de quien reconocía íntimamente a Dios como su Salvador. Ella podía celebrar el hecho que la misericordia de Dios está por sobre aquellos que le temen, porque ella misma tenía temor de Dios y había recibido su misericordia. Y supo de primera mano cómo Dios exalta al humilde y satisface al hambriento con buenas cosas, pues ella misma era una humilde pecadora que había tenido hambre y sed de justicia y había sido saciada.
Era una costumbre en las oraciones judías el recitar la fidelidad pasada de Dios para con Su pueblo (Éxodo 15; Jueces 5, Salmos 68; 78; 114; 135; 136; 145; y Habacuc 3). María continuó esa tradición aquí de manera abreviada. Recordó cómo Dios había ayudado a Israel, dando cumplimiento a todas Sus promesas. Ahora, su propio hijo sería el cumplimiento viviente de la promesa salvadora de Dios. No es de extrañar que el corazón de María estuviera rebosando con tal alabanza.
El legado de María
María nunca dijo o pretendió ser más que la humilde sierva del Señor. Era extraordinaria porque Dios la usó de manera extraordinaria. Ella se veía a sí misma como alguien completamente común. La Escritura la retrata solamente como un instrumento que Dios usó en el cumplimiento de Su plan. Ella nunca hizo alguna pretensión de ser una administradora de la agenda divina, y ella nunca alentó a nadie a considerarla como una mediadora en la dispensación de la gracia divina. La perspectiva humilde reflejada en el Magnificat de María es el mismo espíritu simple de humildad que ilustró toda su vida y su carácter.
Es verdaderamente lamentable que la superstición religiosa haya transformado a María en un ídolo. Ella ciertamente es una valiosa mujer a emular, pero María indudablemente estaría consternada al pensar que alguien oraría a ella, veneraría sus imágenes o le prendería velas. Su vida y testimonio nos apuntan a su Hijo consistentemente. Él era el objeto de su adoración. Él era a quien ella reconocía como Señor. Él era en quien ella confiaba para todo. El ejemplo mismo de María, visto a la luz pura de la Escritura, nos enseña a hacer lo mismo.
(Adaptado de Doce Mujeres Extraordinarias.)