El evangelicalismo moderno gime bajo el peso de los miembros de la iglesia que persisten en estilos de vida pecaminosos. Las consecuencias de sus conductas son destructivas y nocivas, afectando muchas veces a otros creyentes y, a veces, a congregaciones enteras. Es el deber de todos los cristianos proteger a sus iglesias de la corrupción del pecado sin control, siguiendo el patrón de Cristo para la disciplina de la iglesia, el cual se encuentra en Mateo 18.
El primer paso en ese patrón es una confrontación privada con el miembro en pecado. Si no hay arrepentimiento, el siguiente paso es confrontar a la persona con uno o dos testigos. (Más sobre esos pasos aquí y aquí.) Si el ofensor aún se rehúsa a arrepentirse, las instrucciones de Jesús son claras: “Si él se niega a escucharlos, díselo a la iglesia” (Mateo 18:17).
Desde una perspectiva pragmática, es fácil encontrar unas cuantas razones por las cuales no seguir este mandamiento: es severo. La gente se va a ofender. Es vergonzante para la persona que está siendo disciplinada. Deshonrará la imagen pública de la iglesia. ¿Qué pasa si la persona que está siendo disciplinada demanda a la iglesia? La dura realidad del proceso de disciplina puede alejar a los incrédulos. El pecado de la gente se trata más efectivamente con discreción, fuera del foco de atención.
Pero ante todos esos argumentos se encuentra una poderosa razón por la cual la iglesia no debe darse el lujo de ignorar este importante paso de disciplina: Cristo lo ordenó. Ese simple hecho significa que, por lo tanto, es requerido de todos aquellos que desean honrarlo como Señor.
Tenga en cuenta que el objetivo primordial de toda disciplina es intentar recuperar al pecador. Ése es el objetivo de este paso también. La iglesia es informada acerca del pecado de la persona, no como un asunto de chismes o escarnio público, sino para solicitar la ayuda de toda la congregación para apelar al pecador.
El proceso tiene el mismo objetivo en cada paso. Más personas están involucradas en este punto, con el fin de buscar al hermano en pecado de manera más efectiva. En resumen, toda la iglesia se alista para apelar al hermano.
Una vez más, vemos que la disciplina es responsabilidad de toda la iglesia. No es delegada a un individuo. No es solamente la responsabilidad del pastor. Es un deber colectivo. Este enfoque puede proteger a la iglesia de los abusos de poder, como lo describió el apóstol Juan:
Yo he escrito a la iglesia; pero Diótrefes, al cual le gusta tener el primer lugar entre ellos, no nos recibe. Por esta causa, si yo fuere, recordaré las obras que hace parloteando con palabras malignas contra nosotros; y no contento con estas cosas, no recibe a los hermanos, y a los que quieren recibirlos se los prohíbe, y los expulsa de la iglesia. (3 Juan 9–10)
Diótrefes evidentemente estaba abusando de su poder e influencia como líder en esa iglesia con el fin de alejar a las personas, e inclusive excomulgar a algunas por sí solo. Ese problema persiste hoy en iglesias donde un pastor puede ejercer autoridad para despedir a ancianos y expulsar a miembros que a él no le agradan. Ese tipo de juicio nunca es la responsabilidad de un solo hombre. La disciplina de la iglesia es un deber corporativo, y por eso, antes de que alguien sea expulsado, la iglesia entera debe de ser traída al proceso. Solo después de que todos en la iglesia hayan tenido la oportunidad de restaurar al hermano en pecado, es él eventualmente sacado de la iglesia.
Después de todo, la iglesia entera es afectada por el pecado del ofensor. Si después de todo esto, el ofensor se arrepiente, será el deber de todos reafirmar su amor y perdón. En 2 Corintios 2:5–8, Pablo dio precisamente esas instrucciones:
Pero si alguno me ha causado tristeza, no me la ha causado a mí solo, sino en cierto modo (por no exagerar) a todos vosotros. Le basta a tal persona esta reprensión hecha por muchos; así que, al contrario, vosotros más bien debéis perdonarle y consolarle, para que no sea consumido de demasiada tristeza. Por lo cual os ruego que confirméis el amor para con él. (2 Corintios 2:5–8)
En definitiva, toda la iglesia de Corinto se involucró en recuperar a esta persona en pecado. Aparentemente, él respondió finalmente con arrepentimiento. Entonces, Pablo, en definitiva, dijo: “Ahora que él ha respondido, no lo mantengan alejado y lo intimiden. Por el contrario, abrásenlo y perdónenlo con amor.” Ellos habían recuperado a su hermano.
Lamentablemente, hay momentos en los que el ofensor todavía se niega a arrepentirse, incluso después de las tres primeras etapas de la disciplina de la iglesia. Para estas situaciones, el Señor proveyó un cuarto y último paso en el proceso de disciplina, un paso drástico que veremos la próxima vez.
(Adaptado de La Libertad y El Poder del Perdón)