Ansiedad, temor, preocupación y estrés son palabras conocidas en nuestros días y experiencias familiares para muchos. Cada vez más escuchamos de una forma extrema de ansiedad a la que se le conoce como “ataque de pánico”. Hace un tiempo, observé uno de cerca en la sala de emergencia a bordo de un barco. Tales demostraciones extremas de ansiedad están volviéndose terriblemente comunes en nuestra sociedad. Generalmente están relacionados con un temor infundado, tan abrumador y tan aplastante, que agarra firmemente el corazón de una persona, lo hace latir más rápido, produce escalofríos o sudor y la persona se siente completamente incapaz de enfrentar el momento.
La ansiedad es, en esencia, una reacción inapropiada a la luz de las circunstancias—muy diferente a las preocupaciones y afanes de la vida que hacen que la gente preste atención a los asuntos de una manera responsable. El estrés y la presión, en vez de ser asuntos que evitar, nos fortalecen para cumplir los desafíos que Dios pone delante de nosotros en la vida.
El apóstol Pablo, aparte de las presiones incesantes externas que tuvo que enfrentar, tales como persecución, apuros y encarcelamientos, también tuvo diariamente sobre él la presión interna de “la preocupación por todas las iglesias” (2 Cor. 11:28). A pesar de eso, él tuvo espacio en su corazón para sentir la ansiedad de otros, ya que prosiguió a escribir: “¿Quién se enferma sin que yo me enferme? ¿A quién se hace tropezar sin que yo me indigne?” (v.29).
Sin embargo, él no hubiera preferido otra cosa. De hecho, esa clase de reacción a la presión es lo que Pablo buscaba en aquellos que iban a servir con él.
Note cómo él recomendó a Timoteo a la iglesia de Filipos: “Pues no tengo a nadie que se interese por vosotros con tanto ánimo y sinceridad” (Fil. 2:20; cf. 1 Cor. 4:17).
Cualquiera que conoce y ama a Jesucristo es capaz de manejar esa clase de presión. La manera equivocada de manejar el estrés de la vida es preocuparse de ello.
Jesús dijo tres veces: “No os afanéis” (Mat. 6:25, 31, 34). Pablo reiteró posteriormente: “Por nada estéis afanosos” (Fil. 4:6).
La preocupación en cualquier momento es pecado porque viola el claro mandamiento bíblico.
Nosotros permitimos que nuestras inquietudes diarias se conviertan en preocupaciones y por lo tanto en pecado, cuando nuestros pensamientos se enfocan en cambiar el futuro en vez de hacer lo mejor que podamos para manejar nuestras circunstancias actuales. Tales pensamientos son improductivos. Terminan controlándonos —aunque debería ser al revés —y nos hace que descuidemos otras responsabilidades y relaciones. Eso trae sentimientos legítimos de culpa. Si no tratamos esos sentimientos de una manera productiva, alineándonos nuevamente con nuestros deberes en la vida, perderemos la esperanza en lugar de encontrar respuestas.
(Adaptado de Venza la Ansiedad)