En medio de Su mayor angustia, la atención de Cristo no estaba en Sí mismo, ni en Sus necesidades. Incluso mientras colgaba de la cruz, golpeado y sangrando hasta morir, Su enfoque estaba en todo lo que Su Padre estaba llevando a cabo – vemos eso ilustrado en cada una de Sus últimas siete palabras. En este artículo, veremos cómo Jesús proveyó para Su madre terrenal.
Una escena que ninguna madre quiere ver
Los enemigos de Jesús no eran los únicos espectadores frente a la cruz. Al correrse la voz aquella mañana en Jerusalén que Cristo había sido apresado y que había sido condenado a muerte por el sanedrín, algunos de sus seres más cercanos vinieron para estar cerca de Él. Juan 19:25 describe la escena: “Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena”.
Algunos intérpretes opinan que Juan solo menciona a tres mujeres, y que “la hermana de su madre” es la misma persona que María, la mujer de Cleofas. Pero eso habría significado que esas dos hermanas se llamaban María, y eso parece muy improbable. En cambio, parece que Juan estaba diciendo que allí había presentes tres mujeres llamadas María (la madre de Jesús, la mujer de Cleofas y María Magdalena) cuyo nombre no se da a conocer, pero pudo haber sido Salomé, la madre de Jacobo y Juan. Juan también indica en el versículo 26 que él mismo estaba presente, refiriéndose a sí mismo de la manera acostumbrada en su Evangelio, como “el discípulo a quien amaba Jesús” (vea Jn. 21:20-24).
Debe haber sido muy doloroso para Sus seres queridos ver a Jesús morir. Pero para nadie fue más difícil que para María, su madre terrenal. Años antes, en Su nacimiento, el viejo profeta Simeón le dijo:
“He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones” (Lucas 2:34-35).
La espada de la que habló Simeón ahora estaba traspasando su corazón, mientras contemplaba a su Hijo morir en la cruz del Calvario.
Lo había criado desde Su nacimiento. Ella conocía Su perfección absoluta mejor que nadie. Y aun así, mientras lo contemplaba, las multitudes vertían injurias contra su Hijo, abusando de Él y burlándose cruelmente. Su figura sangrante y demacrada colgaba impotentemente de la cruz, y todo lo que ella podía hacer era contemplar Su agonía. La tristeza y el dolor que tal escena le causaría a Su madre es inconmensurable. Y aun así, en lugar de chillar y arrugarse en histeria, volverse y huir aterrorizada o desmayarse delante de aquel terrible cuadro, ella permaneció firme. María es el modelo mismo de la valentía.
Jesús la vio parada y sufriendo ahí, y su tercera declaración desde la cruz refleja el amor tierno de un Hijo por Su madre:
“Cuando vio Jesús a su madre, y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Juan 19:26-27).
Cuando Jesús dijo: “he aquí tu hijo” no se refería a sí mismo. Probablemente, inclinó la cabeza hacia Juan. Estaba delegando a Juan la responsabilidad de cuidar a María en su vejez.
Una relación única
Ese fue un hermoso gesto, y dice mucho acerca de la naturaleza personal del amor de Jesús. Aunque estaba muriendo bajo el dolor más agudo, Jesús, el Rey del amor, desinteresadamente hizo un alto para ocuparse de las necesidades terrenales de aquellos que estuvieron a Su lado. Aunque estaba ocupado con el acontecimiento más importante en la historia de la redención, se acordó de hacer provisión para las necesidades de una mujer, Su madre.
Se dirigió a ella como “Mujer”. En ningún sitio de los Evangelios la llama “madre”, solamente “mujer”. La expresión no transmite falta de respeto. Más bien, destaca el hecho que Cristo era mucho más que un Hijo para María. Él era, también, su Salvador (vea Lucas 1:47). María no fue una corredentora sin pecado. Ella dependía tanto de la gracia divina como el más bajo de los pecadores, y después de que Cristo alcanzó la edad adulta, su relación con Él era la misma que la de cualquier creyente obediente al Señor. Él era su Señor.
Cristo mismo reprendió a los que querían elevar a María a un lugar de extraordinaria veneración: “Mientras él decía estas cosas, una mujer de entre la multitud levantó la voz y le dijo: Bienaventurado el vientre que te trajo, y los senos que mamaste. Y él dijo: Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lucas 11:27-28). María fue bienaventurada porque fue obediente a la Palabra de Dios, igual que cualquier otro creyente. Su posición como madre de Jesús no llevaba consigo ningún título especial como el de corredentora, reina del cielo o cualquier otra forma de deificación que la superstición medieval ha añadido al concepto popular de María.
Hay que dejar bien en claro: otorgar a María honor, títulos o atributos que en efecto le conceden un lugar como coigual en la obra de redención de su Hijo o la elevan como un objeto especial de veneración, es una forma de idolatría. No obstante, Cristo amó y honró a Su madre como a una madre. Cumplió el quinto mandamiento tan perfectamente como cumplió todos los demás. Y parte de la responsabilidad de honrar a los padres es el deber de asegurarse que son atendidos en su vejez. Cristo no descuidó ese deber.
Quizás sea significativo que Jesús no encomendó a María al cuidado de sus medio hermanos. Evidentemente, María era viuda para entonces. Nada se dice de José después de que los Evangelios narran el nacimiento y la niñez de Jesús. Al parecer, ya había muerto para cuando Jesús comenzó Su ministerio público. Pero las Escrituras sugieren que, después del nacimiento de Jesús, María y José tuvieron relaciones matrimoniales que eran normales en todo sentido (Mt 1:15). A pesar de las afirmaciones de la Iglesia Católica Apostólica Romana, las Escrituras no nos permiten creer que María permaneció eternamente virgen. Por el contrario, los Evangelios claramente establecen que Jesús tuvo hermanos (Mr. 3:31-35; Jn. 2:12; Luc. 8:19-21). Mateo incluso los nombra: “¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos, Jacobo, José, Simón y Judas? (Mt. 13:55). En realidad, eran hermanastros de Jesús al ser descendencia natural de María y José.
¿Por qué Jesús no designó a uno de Sus propios hermanos para cuidar de María? Porque, según Juan 7:5: “ni aun sus hermanos creían en él”. Se convirtieron en creyentes cuando Jesús resucitó de entre los muertos y, por lo tanto, Hechos 1:14 registra que estaban en el grupo que se había reunido para orar en el Aposento Alto cuando el Espíritu Santo descendió el día de Pentecostés: “Todos éstos perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús y con sus hermanos”. Pero evidentemente, aún no eran creyentes cuando Jesús murió. De modo que mientras moría en la cruz, el Señor encomendó a Su madre al cuidado de Juan, Su discípulo amado.
(Adaptado de El Asesinato de Jesús)