Las últimas palabras de una persona pueden ser famosas por ser trágicas o inspiradoras. No todos tienen la oportunidad de elegir sus últimas palabras con cuidado, pero para aquellos que ven venir la muerte, ¿qué mensaje de sabiduría, amor, confesión o recapitulación entregan con su último aliento?
En preparación para las celebraciones de la muerte y resurrección de Cristo, hemos estado considerando las últimas palabras de Cristo en la cruz. ¿Qué tenía que decir el Señor a los allí reunidos, mientras Él sufría el castigo de pecados innumerables que Él no había cometido? Como ya hemos visto, Sus palabras apuntaban hacia el propósito redentor de Dios en Su sufrimiento, e ilustraron Su amor y compasión.
La cuarta declaración de Cristo desde la cruz es con creces la más rica en misterio y significado. Mateo escribe: “Y desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena. Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
(Mateo 27:45-46).
Parecería a primera vista que Cristo simplemente estaba citando las palabras del Salmos 22:1 “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? ¿Por qué estás tan lejos de mi salvación, y de las palabras de mi clamor?” Pero tomando en cuenta que todo el Salmos 22 es una extensa profecía acerca de la crucifixión, sería mejor considerar el Salmo como una anticipación profética del grito surgido del corazón de Jesús cuando llevaba los pecados del mundo en la cruz. No era una simple recitación.
Corrompiendo la cruz
Algunos comentaristas, han invertido mucho tiempo para explicar por qué Jesús pronunciaría esas palabras. Para ellos, parece impensable que Jesús en realidad se sintiera abandonado en la cruz, y todavía más impensable es conjeturar que Dios en cierto sentido abandonó a su Hijo amado. Y de ese modo, insisten en que Jesús simplemente estaba recitando las Escrituras, no expresando lo que verdaderamente sentía en Su corazón.
Pero eso revela un serio malentendido de lo que estaba ocurriendo en la cruz. Mientras Cristo colgaba allí, estaba llevando los pecados del mundo. Moría como sustituto de otros. La culpa de sus pecados le fue imputada a Él; y Él estaba sufriendo el castigo por aquellos pecados en lugar de los culpables. Y la esencia misma de ese castigo era el derramamiento de la ira de Dios en contra de los pecadores. De manera misteriosa durante esas terribles horas en la cruz, el Padre derramó la plenitud de su ira en contra del pecado y ¡el recipiente de esa ira fue el propio Hijo amado de Dios!
Ahí yace el verdadero significado de la cruz. Los que tratan de explicar la obra expiatoria de Cristo de cualquier otra manera, inevitablemente terminan anulando del todo la verdad de la expiación de Cristo. Cristo no estaba simplemente proporcionándonos un ejemplo para que lo siguiéramos. No era un simple mártir que era sacrificado por la maldad de los hombres que lo crucificaron. No estaba haciendo una simple exhibición pública para que las personas vieran cuán terrible es el pecado. No estaba ofreciendo un rescate a Satanás, ni cualquiera de las otras explicaciones ofrecidas a lo largo de los años por los liberales religiosos, las sectas y por los seudocristianos.
Sustitución Divina
Esto es lo que estaba sucediendo en la cruz: Dios estaba castigando a Su propio Hijo como si Él hubiera cometido todo acto de maldad cometido por cada pecador que creería en Él. Y Dios hizo esto para poder perdonar y tratar a los redimidos como si ellos hubieran vivido la vida perfecta de justicia de Cristo.
Las Escrituras claramente enseñan: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor 5.21).
Ciertamente, él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Más él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados...aunque nunca hizo maldad, ni hubo engaño en su boca. Con todo eso, Jehová quiso quebrantarlo, sujetándole a padecimiento…en expiación por el pecado (Is. 53.4-4; 9-10).
“Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado, y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne” (Rom 8.3). “Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero” (Gal 3.13). “Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne” (1 Ped 3.18). “Y él es la propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 2.2).
Propiciación
La palabra propiciación habla de una ofrenda hecha para satisfacer a Dios. La muerte de Cristo fue una satisfacción rendida a Dios a favor de aquellos a quienes Él redimió. “Con todo eso Jehová quiso quebrantarlo” (Is 53.10, énfasis agregado). Dios el Padre vio el fruto de la aflicción del alma de Su Hijo, y quedó satisfecho (v.11). Cristo hizo la propiciación cuando derramó Su sangre (Rom 3.25,Heb 2.17).
Fue la misma ira de Dios contra el pecado, la misma justicia de Dios y el mismo sentido de la justicia de Dios lo que Cristo satisfizo en la cruz. El derramamiento de su sangre fue una ofrenda por el pecado ofrecida a Dios. Su muerte no fue una simple satisfacción de la justicia pública, ni fue un rescate pagado a Satanás. Ni Satanás ni nadie más tiene derecho alguno a reclamar un rescate de Dios por los pecadores. Pero cuando Cristo rescató a los elegidos del pecado (1 Tim 2.6), el precio del rescate fue pagado a Dios. Cristo murió en nuestro lugar y por nosotros, y recibió exactamente el mismo derramamiento de la ira divina en toda su furia que nosotros merecíamos por nuestro pecado. Fue un castigo tan severo que un hombre mortal podría pasar toda la eternidad comenzando a agotar la ira divina que fue acumulada sobre Cristo en la cruz.
Esta fue la verdadera medida de los sufrimientos de Cristo en la cruz. Los dolores físicos de la crucifixión, tan terribles como fueron, no fueron nada en comparación con la ira del Padre en contra de Su Hijo. La anticipación de eso fue lo que lo hizo sudar sangre en el huerto. Ese fue por qué había contemplado la cruz con tanto terror. No podemos comenzar a sondear todo lo que implicaba pagar el precio de nuestro pecado. Es suficiente comprender que todos nuestros peores temores con respecto a los horrores del infierno, y más, fueron hechos realidad por Él cuando recibió el castigo debido a las maldades de otros.
Y en aquella espantosa hora sagrada, fue como si el Padre lo abandonara. Aunque seguramente no hubo interrupción en el amor del Padre a Él como Hijo, Dios no obstante se alejó de Él y lo abandonó como nuestro sustituto.
El hecho de que Cristo, al sufrir de agotamiento, pérdida de sangre, asfixia y de todas las angustias físicas de la cruz, no obstante “clamó a gran voz” demuestra que aquella no era una simple recitación de un salmo. Era el grito de su alma; era precisamente lo que el salmo había profetizado.
Debemos tener presente los sufrimientos de Cristo, no solo esta semana, sino siempre, y recordar que Él soportó voluntariamente los horrores físicos y espirituales de la cruz por el bien de nuestra redención. Su inmenso sacrifico por nosotros nos lleva a tener una actitud de humildad.
(Adaptado de El Asesinato de Jesús)