La santificación es absolutamente esencial para la vida de fe; tanto es así que las Escrituras tratan con frecuencia la santidad como la característica distintiva de un verdadero creyente. En realidad, cuando el término santos (que significa “santificados”) se usa en las Escrituras, no se refiere a luminarias muertas a quienes la iglesia ha canonizado formalmente, sino a cristianos vivos: todos los redimidos sin excepción.
Pablo escribe “a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 1:2). Observemos que el apóstol no habla de una clase especial de santidad avanzada, sino que resalta la verdad de que todos los creyentes verdaderos son santos, personas santificadas. Alguien totalmente impío no es cristiano en absoluto, sin importar que haya hecho una confesión verbal de fe.
La voluntad de Dios para todo creyente: santificación
Por tanto, en Hechos 20:32, cuando Pablo utiliza la expresión “todos los santificados”, se refiere a la Iglesia universal. Pablo escuchó primero esa expresión del mismo Cristo, en el camino a Damasco, cuando fue comisionado como apóstol con estas palabras:
Levántate, y ponte sobre tus pies; porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto, y de aquellas en que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo, y de los gentiles, a quienes ahora te envío, para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz, y de la potestad de Satanás a Dios; para que reciban, por la fe que es en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados (Hch. 26:16-18).
Por consiguiente, Cristo mismo describió a los cristianos como aquellos que ponen su fe en Él y, por lo tanto, son santificados. Las Escrituras son igualmente claras en que quienes son impíos (pecadores no arrepentidos, desprovistos de cualquier deseo de justicia y carentes de todo amor verdadero por Cristo) no tienen parte con Cristo. Los verdaderos creyentes siguen “la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (He. 12:14). Una vida no santificada es la característica de un incrédulo. La línea de demarcación es clara:
Nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él es justo. El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo. Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios. En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios (1 Jn. 3:7-10).
Naturalmente, el Nuevo Testamento está lleno de exhortaciones, instrucciones, estímulos, mandamientos y recordatorios para que los creyentes sigan la santidad. A pesar de los que podamos haber escuchado de parte de los proveedores de doctrinas populares en cuanto a una vida más profunda, nunca se nos anima a ser pasivos en el proceso de santificación. Las Escrituras no nos dicen: “Tranquilo, déjalo en manos de Dios”, pues no nos prometen una victoria fácil y automática sobre el pecado y la tentación.
La idea de que la santificación sucede sin ningún esfuerzo de nuestra parte cuando abandonamos pasivamente la lucha es un mito popular y persisten y una doctrina peligrosamente falsa. Es más, se trata de la misma antítesis de lo que la Biblia enseña. Se parece al error estratégico que Moisés cometió cuando los israelitas llegaron al Mar Rojo y les dijo: “No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros…Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (Éx. 14:13-14). El Señor respondió con un mensaje firme de corrección: ¿Por qué clamas a mí? Di a los hijos de Israel que marchen” (14:15).
De igual manera, las Escrituras reiteradamente instan a los cristianos a avanzar, a proseguir “a la meta” (Fil. 3:14), en nuestra búsqueda de santidad: “Amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Co. 7:1). “La voluntad de Dios es vuestra santificación; que os apartéis de fornicación; que cada uno de vosotros sepa tener su propia esposa en santidad y honor; no es pasión de concupiscencia, como los gentiles que no conocen a Dios… Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia, sino a santificación. Así que, el que desecha esto, no deshecha a hombre, sino a Dios, que también nos dio su Espíritu Santo” (1 Ts. 4:3-8).
“Nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo… se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tit. 2:13-14). Después de todo, “ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna” (Ro. 6:22).
El Nuevo Testamento está repleto de exhortaciones como esa. Sin embargo, a pesar de la alta prioridad que Cristo y las Escrituras dan al tema, la santificación constituye un énfasis marcadamente ausente en la predicación evangélica moderna.
(Adaptado de Santificación)