Martín Lutero dijo: “Si nuestro evangelio fuera recibido en paz, no sería el verdadero evangelio”. En un sentido real, Mateo 10:34 es paradójico porque debemos esperar que el Señor traiga paz. Después de todo, Juan el Bautista fue su heraldo, y hablaba de la paz. Cuando los ángeles proclamaron su nacimiento, dijeron: “Paz en la tierra”. Jesús, en Juan 14:27 dice: “Mi paz os doy”.
Por lo menos en tres lugares en la Carta a los Romanos, Pablo habla de la paz que Dios nos ha dado (5:1; 8:6; 14, 17). Es verdad que hay paz en el corazón del que cree, pero en lo que toca al mundo, solo hay división. Sí, Cristo trajo la paz de Dios al corazón del creyente, y algún día habrá un reino de paz. El Antiguo Testamento no siempre hace una clara distinción entre la Primera y la Segunda Venida. La primera trajo una espada y la segunda traerá la suprema paz.
Es cierto que la Primera Venida trajo una paz parcial, la paz que entra en el corazón de los que creen. Pero el Señor advirtió a los discípulos: “Recuerden esto al ir: Van a causar división. Van a causar rupturas y divisiones”. Eso es lo que hace el evangelio. Es el fuego refinador entre las ovejas y los cabritos. Trae el aventador del labrador cuando echa al aire el trigo y el tamo se lleva el viento. La entrada de Cristo divide y separa. Si Cristo nunca hubiera venido, la tierra hubiera seguido en unidad, condenada al infierno. Pero cuando Él vino, estalló la guerra.
En Lucas 12 vemos algo de esto. En el versículo 49 Jesús dijo: “Fuego vine a echar en la tierra; ¿y qué quiero, si ya se ha encendido?”. En el versículo 51 afirma: “¿Pensáis que he venido para dar paz en la tierra? Os digo: No, sino disensión”. Vino a traer espada y no paz, en el sentido de que vino para poner a los miembros de las familias unos contra otros.
Estaba diciendo que si uno trata de ser un discípulo verdadero, tiene que estar dispuesto a crear división incluso en su propia casa. Esto va contra todos nuestros instintos, porque queremos la paz en nuestro hogar más que en cualquier otro sitio. Ese es nuestro refugio; allí es donde viven nuestros seres más queridos y el lugar que conocemos mejor. No queremos estar enfrentados a ellos, pero cuando nos entregamos a Jesucristo, le seremos fieles, aunque eso destruya nuestros hogares, nuestros vecindarios, nuestras ciudades o nuestra nación. Si ese es el precio, lo pagaremos.
Jesucristo expresó la severidad de esta ruptura en la frase de Mateo 10:35: “Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre”. La expresión griega que se traduce “en disensión” es rara y se usa solo aquí en el Nuevo Testamento. Quiere decir cercenar o cortar. Jesús quiso decir: “Voy a cercenar al hombre totalmente de su padre, y todos estos otros parientes uno del otro. Voy a cortar a las familias de toda forma posible”.
Esta ruptura es la peor que puede ocurrir. No es tan mala cuando se está mal con el vecino, el jefe, el amigo o la sociedad, pero cuando sucede con la familia y su consagración a Jesucristo quiere decir que se ve cercenado de sus familiares, la realidad empieza a incomodar. Su consagración a Cristo va contra su amor y necesidad de ellos.
Su consagración va contra la armonía con que quiere vivir. Ser creyente y seguir a Jesucristo puede crear división en su propio hogar, pero esa es la marca de un verdadero discípulo. A menudo, aferrarse a Cristo significa despegarse de los familiares que lo rechazan porque usted no quiere rechazar el evangelio. Esto es especialmente cierto en las familias judías, así como en los dos de las falsas religiones.
Esta es una norma dura y muchos concluyen que es demasiado sacrificio. Algunas esposas no acuden a Cristo por miedo a que sus esposos se separen de ellas. Algunos esposos no acuden a Cristo por temor de que sus esposas se separen de ellos. Los hijos no acuden a Cristo por miedo al padre o a la madre, y viceversa.
Muchos no se ponen del lado de Cristo porque quieren mantener la armonía familiar, pero Jesús dijo que el verdadero discípulo dejará a su familia si se ve obligado a tomar una decisión. Esto es parte de negarse a sí mismo, aceptando de buen grado el alto costo de seguir a Cristo para recibir sus bendiciones en el tiempo presente y en la eternidad.
(Adaptado de La verdad sobre el señorío de Cristo)