Predicamos un mensaje vergonzoso cuando predicamos a Jesús en la cruz. Morir crucificado era un insulto degradante, y la idea de adorar a un individuo que había muerto crucificado era absolutamente inimaginable. Por supuesto, hoy no vemos que crucifiquen a nadie como los lectores de Pablo veían en el siglo I, así que, en cierta medida, el impacto se pierde para nosotros.
Pero Pablo sabía a qué se enfrentaba: “La palabra de la cruz es locura a los que se pierden” (1 Corintios 1:18); “Los judíos piden señales, y los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura” (vv. 22-23). El mensaje de la cruz es locura, moria en griego, que quiere decir fatuo, ignorante, insensato.
Los versículos 22 y 23 nos dicen que los judíos buscaban señal. “Si eres el Mesías”, le habían dicho a Jesús, “danos una señal”. Esperaban algún prodigio grandioso, sobrenatural, que identificara al Mesías prometido y lo condujera a Él. Querían algo espectacular. Aunque Jesús les había dado milagro tras milagro durante su ministerio, querían una especie de supermilagro que todos pudieran ver y decir: “¡Esa sí es la señal! ¡Esa es por fin la prueba de que este es el Mesías!”
A los griegos, por el contrario, no les interesaba tanto lo milagroso. No buscaban una señal sobrenatural; lo que buscaban era sabiduría. Querían validar la religión verdadera mediante alguna noción trascendental, alguna idea elevada, algún conocimiento esotérico, alguna especie de experiencia espiritual, tal vez una experiencia fuera del cuerpo o algún otro episodio imaginario y emocional.
Los griegos querían sabiduría y los judíos querían una señal. Dios les dio exactamente lo opuesto. Los judíos recibieron un Mesías crucificado: escandaloso, blasfemo, estrambótico, hiriente, increíble. Para los griegos que buscaban conocimiento esotérico, algo altilocuente y noble, ese sinsentido sobre el eterno Dios creador del universo crucificado era una insensatez.
Desde el punto de vista tanto griego como romano, el estigma de la crucifixión convertía en un absurdo absoluto la noción del evangelio que afirmaba que Jesús era el Mesías. Un vistazo a la historia de la crucifixión en Roma del siglo I revela lo que los contemporáneos de Pablo pensaban al respecto. Era una forma horrible de pena capital originaria, muy probablemente, del imperio persa; pero otros bárbaros la usaban también. El condenado sufría una muerte agonizantemente lenta por asfixia, y se debilitaba gradualmente al punto traumático de no poder levantarse con los clavos que sujetaban sus manos, ni de empujarse con el clavo que atravesaba sus pies, lo suficiente como para respirar profundamente.
Esto fijó el horror de la crucifixión en la mente judía. Los romanos llegaron al poder en Israel en el año 63 a.C., y usaron mucho la crucifixión. Algunos escritores dicen que las autoridades romanas crucificaron como a treinta mil personas en esa época. Tito Vespasiano crucificó tantos judíos en el año 70 d.C. que los soldados no tenían espacio para las cruces ni suficientes cruces para los cuerpos. No fue sino hasta el año 337, cuando Constantino abolió la crucifixión, que la cruz desapareció después de un milenio de crueldad en el mundo.
La crucifixión era una forma de ejecución repugnante, denigrante, reservada para lo peor de la sociedad. La idea de que un individuo que murió en la cruz hubiera sido una persona excepcional, elevada, noble, importante, era absurda. Los ciudadanos romanos, por lo general, estaban exentos de la crucifixión, excepto si cometían traición. Las autoridades reservaban la cruz para los esclavos rebeldes y los pueblos conquistados, y para los ladrones y asesinos más notorios. La política del Imperio Romano en cuanto a la crucifixión llevó a los romanos a tener a cualquier crucificado como digno de desprecio absoluto. Usaban la cruz solo para la escoria, para los más humillados, para los más bajos de los más bajos.
Los soldados primero azotaban a las víctimas, luego las obligaban a llevar su cruz, el instrumento de su propia muerte, al sitio de la crucifixión. Los letreros que les colgaban del cuello indicaban los crímenes que habían cometido, e iban totalmente desnudos. Luego, los soldados los ataban o clavaban al travesaño, los izaban para colocarlos en el poste vertical, y los dejaban allí colgados, desnudos. Los verdugos podían acelerar la muerte quebrándoles las piernas, porque eso hacía que la víctima no pudiera empujarse hacia arriba para poder llenarse los pulmones de aire. Si no les quebraban las piernas, la muerte podía tardar días. La humillación final era dejar el cuerpo colgado allí hasta que se pudriera.
Los gentiles también veían a todo crucificado con el más completo desdén. Era una escena prácticamente obscena. La sociedad educada simplemente no hablaba de la crucifixión. Cicerón escribió: “La sola palabra ‘cruz’ debería eliminarse, no solo de la persona del ciudadano romano, sino de sus pensamientos, sus ojos y sus oídos”.
Y ante todo esto, Pablo vino y todo lo que habló fue acerca de... ¡la cruz! Podemos captar algo del profundo desprecio que los gentiles tenían por cualquier crucificado en algunas de las afirmaciones paganas en cuanto a Cristo. Las palabras pintadas en una piedra en un salón de guardias de la Colina Palatina, cerca del Circo Máximo, en Roma, muestran la figura de un hombre con cabeza de asno colgando de una cruz. Debajo, se halla un hombre en gesto de adoración y la inscripción dice: “Elexa Manos adora a su Dios”. Tal repulsiva representación del Señor Jesucristo ilustra vívidamente el desdén del pagano por un crucificado, y particularmente por un Dios crucificado. La primera apología de Justino, en el año 152 d. C., resume la noción de los gentiles: “Proclaman que nuestra locura consiste en esto, que ponemos a un crucificado a un nivel igual al del Dios eterno e inmutable”. ¡Locura!
Si la actitud de los gentiles era mala, la actitud de los judíos era peor, e incluso más hostil. Detestaban la práctica romana y se mofaban de ella más que los romanos. En su opinión, el que acababa en una cruz cumplía Deuteronomio 21.23: “No dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero... porque maldito por Dios es el colgado”. ¿Quiere decir esto que el eterno Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Señor mismo, recibió maldición? ¿Cómo podía Dios maldecir a Dios? Es absolutamente impensable. ¿Qué Dios maldijo al Mesías? Para los judíos era inconcebible.
Veían la crucifixión no solo como un estigma social, sino como maldición divina. Así que el estigma de la cruz significaba, más allá de la desgracia social, la misma condenación divina. La Mishná, que es un comentario de la ley del Pentateuco producido en el siglo II d.C., indicaba que se debía crucificar solo a los blasfemos y a los idólatras, e incluso en esos casos, los verdugos colgaban sus cuerpos en la cruz solamente después de muertos. ¿Cómo podía el Mesías ser blasfemo? ¿Cómo podía Dios blasfemar contra Dios? Los judíos se atragantaban con la idea de un Cristo crucificado. Esto hacía al evangelio imposible de creer.
¿Piensa usted que tiene problemas en proclamar el evangelio hoy? Imagínese a los primeros cristianos. Si decían la verdad, enfrentaban un obstáculo masivo: sus afirmaciones eran locura, escandalosas, procaces, blasfemas, increíbles.
Pablo no era un predicador de mensaje fácil. Dios mismo, en forma del Cristo crucificado, era el mayor obstáculo para creer en Él. Francamente, no parece que Dios pudiese haber puesto una barrera más formidable a la fe en el primer siglo. No puedo pensar en una peor forma de mercadeo para el evangelio que predicarlo así.
¡No es extraño que tanto los gentiles como los judíos detestaron el mensaje de Pablo! Era un mensaje que estaba más allá de la credulidad humana. No era un mensaje fácil para el que busca, sino absurdo y hasta aberrante.
(Adaptado de Difícil de Creer)