Las pruebas milagrosas de la llegada del Espíritu Santo atrajeron rápidamente la atención de la multitud reunida en Jerusalén. La continuación del relato de Lucas en Hechos 2 describe lo que sucedió:
“Moraban entonces en Jerusalén judíos, varones piadosos, de todas las naciones bajo el cielo. Y hecho este estruendo, se juntó la multitud; y estaban confusos, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua” (vv. 5–6).
Tenga en cuenta que entre el ruido y las lenguas, el ruido fue la prueba que llamó primero la atención de todos. El ruido que sonó como un viento fuerte (v. 2) no era un sonido habitual de todos los días. Probablemente, tenía algunas características familiares, pero fue el alto nivel de decibelios lo que hizo que la gente dejara lo que estaba haciendo. La mayoría de nosotros hemos experimentado ese tipo de distracción en algún momento. Puede haber sido una explosión cercana, un avión que vuela a baja altura o un accidente fuerte de automóvil en nuestro barrio. Cualquiera de estos sucesos puede llevarnos a investigar qué ha sucedido. Pero estos ejemplos solo pueden aproximarse a lo que los peregrinos judíos debieron de haber sentido en el día de Pentecostés.
Fue una experiencia alucinante para aquellos que respondieron a aquel sonido sobrenatural. Primero fue su sorpresa por el ruido inusual, luego hubo absoluto asombro y perplejidad al escuchar y entender lo que algunos extranjeros (los discípulos de Galilea) estaban diciendo (Hch. 2:7–8). Pero los discípulos no estaban hablando en las lenguas de los allí presentes con orgullo o como solo una forma de atraer la atención sobre sí mismos. En cambio, el relato de Hechos dice que la gente estaba impresionada porque oían hablar en sus lenguas las maravillas de Dios (v. 11). El Espíritu Santo usó palabras de alabanza extraídas de los Salmos y los libros de Moisés, con el fin de preparar muchos corazones para recibir el sermón de Pedro, que fue el punto culminante de la jornada (vv. 14–47).
Mucho más se podría escribir sobre los acontecimientos decisivos en Hechos 2, pero la verdad esencial para transmitir es esta: el bautismo del Espíritu es una obra soberana de Dios. Todo lo que pasó en Jerusalén en aquel Pentecostés tan importante fue orquestado por el Padre para que quedara claro que la venida del Espíritu cumple a la perfección el calendario divino. Pedro apoyó esta verdad desde el principio de su gran sermón, cuando citó al profeta Joel (Hch. 2:16–17).
No importa cuán increíbles puedan parecer a nuestras mentes finitas los sucesos en torno a Pentecostés, y no importa cuánto se esfuerzan algunos por darles una explicación humana, no hay manera de escapar de la realidad de que todo el mérito le corresponde a Dios:
“Porque Dios sujetó a todos en desobediencia, para tener misericordia de todos. ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Ro. 11:32–36).
La realidad de la venida del Espíritu
Así como las Escrituras nos dan una prueba confiable de que Pentecostés fue un milagro soberano, la Palabra de Dios también nos proporciona la mejor comprensión de la realidad actual del bautismo del Espíritu. En 1 Corintios 12:13, el apóstol Pablo dijo: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu”. Pablo estaba presentando dos conceptos unificadores (originalmente lidiaba con la falta de unidad en la iglesia de Corinto), lo que proporciona un comentario casi perfecto sobre lo que sucedió en la primera parte de Hechos: todos los creyentes han sido incorporados al cuerpo de Cristo de la misma manera, y todos los creyentes tienen el mismo Espíritu Santo.
En la frase “por un solo Espíritu”, el apóstol usa la preposición por con una razón precisa. Por índica que el Espíritu Santo fue el agente de Cristo en nosotros para llevarnos a la familia de Dios. El Espíritu no actúa de forma independiente de la obra de Cristo ni otorga una especie de bautismo místico en ciertos creyentes. Si el Espíritu actuara de manera independiente, Pablo habría utilizado de en vez de por. Las Escrituras no especifican realmente en ninguna parte que el bautismo del Espíritu sea posesión especial del Espíritu Santo. (Esto hace que sea incluso incorrecto utilizar la expresión popular “el bautismo del Espíritu Santo”).
Una lectura cuidadosa de ciertos pasajes de los Evangelios apoyan las primeras palabras de Pablo en 1 Corintios 12:13. Juan el Bautista nos dio este testimonio en Marcos y en otro lugar: “Viene tras mí el que es más poderoso que yo, a quien no soy digno de desatar encorvado la correa de su calzado. Yo a la verdad os he bautizado con agua; pero él os bautizará con Espíritu Santo” (Mr. 1:7–8; vea también Mt. 3:11–12; Lc. 3:16; Jn. 1:33–34). En cada una de estas referencias, está claro que Cristo es realmente el que bautiza, por medio del Espíritu Santo. El sermón de Pedro también verifica esta verdad en relación con Pentecostés: “A este Jesús resucitó Dios, de lo cual todos nosotros somos testigos. Así que, exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto que vosotros veis y oís” (Hch. 2:32–33).
Jesús y el Espíritu Santo trabajan juntos en el proceso de incorporarnos al cuerpo de Cristo. No es bíblico pensar en el bautismo espiritual en dos fases separadas. No somos salvos en Cristo en una etapa y luego obligados a buscar el bautismo del Espíritu en una segunda etapa. Tal es el error común de algunos que profesan ser cristianos, que les preguntan a otros cristianos: “¿Han recibido el bautismo del Espíritu Santo?”.
Hacer del bautismo del Espíritu un proceso separado es, en realidad, manipular la doctrina de la salvación. Considere lo que Jesús dijo en Juan 7:37–39: “Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él”. Aquí Cristo da una clara invitación a creer y ser salvo. Y todos los que prestan atención a esta invitación recibirán al mismo tiempo el Espíritu Santo. Por tanto, de nuevo vemos que la salvación y el bautismo del Espíritu son un solo proceso: si somos cristianos, tendremos la morada prometida del Espíritu Santo.
La llegada del Espíritu Santo fue, efectivamente, una demostración muy poderosa de las acciones soberanas de Dios. También debiera ser un recordatorio constante de la fidelidad y coherencia del trabajo del Dios trino para nuestro bien y para Su gloria. Aunque el derramamiento del Espíritu no sucedió como resultado de acciones o súplicas emocionales de los apóstoles —y tampoco nos sucede a nosotros de esa manera—, la presencia y dirección del Espíritu Santo da a los creyentes un mayor sentido de gozo, consuelo y seguridad que cualquier otra cosa que ellos conozcan. El apóstol Pablo oró para que los efesios se dieran cuenta cabal de sus privilegios y beneficios, como aquellos incorporados por el Espíritu a la Iglesia de Cristo (Ef. 3:14–21). Por supuesto, esa oración es también una gran fuente de aliento para todo aquel que busca caminar por la senda por la que nos guía el Espíritu.
(Adaptado de El Pastor silencioso)