“Y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia; por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud” (Col. 1:18–19).
Pablo presenta cuatro grandes verdades acerca de la relación de Cristo con la Iglesia.
Cristo es la cabeza de la Iglesia
Se usan muchas metáforas en las Escrituras para describir a la Iglesia. Se la compara con una familia, un reino, un viñedo, un rebaño, un edificio y una novia. Pero la imagen más profunda, sin paralelo en el Antiguo Testamento, es la del cuerpo. La Iglesia es un cuerpo y Cristo es su cabeza. Este concepto no se usa en el sentido de la cabeza de una compañía, sino que señala a la Iglesia como un organismo viviente, unido de manera inseparable por Cristo. Él controla cada parte del cuerpo y le da vida y dirección. Su vida expresada a través de cada miembro del cuerpo le confiere unidad (cp. 1 Co. 12:12–20). Él fortalece y coordina la diversidad de dones y ministerios al interior del cuerpo (1 Co.12:4–13). De la misma manera dirige al cuerpo a la reciprocidad, pues cada miembro sostiene a los demás y les sirve (1 Co. 12:15–27).
Cristo no es un ángel que sirve a la Iglesia (cp. He. 1:14). Él es la cabeza de Su Iglesia.
Cristo es el principio de la Iglesia
La palabra “principio” (arjé) se usa aquí en el doble sentido de origen y de primacía. La Iglesia se origina en Jesús. Dios “nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Ef. 1:4). Es Él quien da vida a Su Iglesia. Su muerte en sacrificio y Su resurrección por nosotros nos dieron vida nueva. Jesús, como Cabeza del Cuerpo, tiene la posición suprema, la jerarquía más alta en la Iglesia. Siendo Su principio, es Él quien le dio origen.
Cristo es el primogénito de entre los muertos
Una vez más, “primogénito” traduce prototókos. De entre todos los que han resucitado de la muerte o que lo harán, Cristo es supremo en jerarquía.
Cristo es preeminente
Como resultado de Su muerte y resurrección, Jesús tiene el primer lugar en todo. Pablo lo recalca resumiéndolo en el versículo 18. Quiere insistir, tanto como le es posible, que Jesús no es una simple emanación de Dios, porque:
“Se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz... Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:8–11).
Jesús reina soberano en el mundo visible, en el mundo invisible y en la Iglesia. Pablo recopila su argumento en el versículo 19: “Por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”. La palabra traducida “plenitud” (pléroma) fue un término utilizado por los ulteriores gnósticos para referirse a los poderes y atributos divinos, que, según sus creencias, se subdividían en diversas emanaciones. Los herejes de Colosas también lo utilizaban en este sentido. Pablo se opone a esta falsa enseñanza declarando que toda la plenitud de la Deidad no está fraccionada ni dividida en pequeñas partes para un grupo variado de espíritus, sino que habita en Su totalidad en Cristo y solo en Él (cp. 2:9). El comentarista J. B. Lightfoot escribió acerca del uso que Pablo da al término pléroma en este pasaje:
“Por un lado, en relación con la deidad, Él es la imagen visible del Dios invisible. No es tan solo la manifestación suprema de la naturaleza divina: Él contiene toda la deidad. En Él residen todos los poderes y atributos divinos. Los maestros gnósticos tenían una locución técnica para referirse esta totalidad, que es pléroma o plenitud... a diferencia de su doctrina, [Pablo] reitera que la pléroma habita total y plenamente en Cristo que es la Palabra de Dios. Toda la luz se concentra en Él[1]J.B. Lightfoot, St. Paul’s Epistle to the Colossians and to Philemon (Grand Rapids: Zondervan, 1959), 102..
Pablo les dice a los colosenses que no necesitan recurrir a los ángeles para ayudarles a entrar en el cielo. En cambio, en Cristo, y solo en Él, ellos están completos (2:10). Los cristianos somos partícipes de Su plenitud: “Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia” (Jn. 1:16). Toda la plenitud de Cristo está disponible para los creyentes.
¿Cuál debe ser entonces nuestra respuesta ante las gloriosas verdades de Cristo en este pasaje? El puritano John Owen escribió con gran agudeza:
“La revelación de Cristo en el bendito evangelio supera sin medida en excelencia, gloria, sabiduría divina y bondad a toda la creación y a su correcta y posible comprensión. Sin este conocimiento la mente humana, aunque insista en ufanarse de sus descubrimientos e invenciones, permanece envuelta en tinieblas y confusión.
“Esta revelación exige, por lo tanto, la más grande exigencia de nuestro pensamiento, la más excelente de nuestras meditaciones y la suma diligencia de nuestra parte. Porque si nuestra felicidad y gloria radican en vivir donde Él vive, y contemplar Su gloria, ¿qué mejor preparación para esto, sino la previa y constante contemplación de esa gloria tal como ha sido revelada en el evangelio, y ser luego transformados en Su misma gloria?[2]John Owen, The Glory of Christ (Chicago: Moody, 1949), 25–26.
(Adaptado de La deidad de Cristo)