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¿Qué es lo primero que se le viene a la mente cuando alguien saca el tema de la gracia salvífica de Dios? Para la mayoría de los creyentes —francamente, para la mayoría de la gente— es la cruz de Cristo. Eso tiene sentido: representa el clímax de la obra redentora de Dios y la representación más completa de Su amor por pecadores perdidos.
Aunque la gracia de Dios se manifiesta más clara y plenamente en el sacrificio de Su Hijo y en la redención de los pecadores, su expresión no se encuentra exclusivamente en la persona y la obra de Cristo. La gracia de Dios es más antigua que la historia y se remonta hasta antes de la creación del tiempo. No es que simplemente se derramara en el momento de la salvación; más bien es evidente a lo largo del plan eterno de redención. Después de todo, Dios eligió a quienes serían santos y sin mancha desde antes de la fundación del mundo (Ef. 1:4).
Gracia y elección
Los teólogos se refieren a esta preciosa verdad como la doctrina de la elección, que ha sido uno de los puntos principales de controversia y división en la iglesia. La verdad de la elección es esencial para entender la persona de Dios, Su plan de redención y Su designio para la iglesia. Pero hay quienes, aun profesando amor por Dios y creyendo en la Biblia, con todo se resisten e incluso desprecian esta doctrina.
Pero rechazar esta doctrina tiene grandes implicaciones negativas, especialmente en relación con aspectos prácticos de la evangelización y del ministerio cristiano. Los cristianos que no creen que Dios atraiga soberanamente a Sus elegidos a Cristo están obligados a adoptar un enfoque muy pragmático en cuanto a la evangelización. Les preocupa más encontrar una fórmula que “funcione” en vez de lo que es verdadero —porque su doctrina los lleva a creer que todo depende de su propia habilidad, inteligencia o poderes persuasivos. ¡Qué enorme carga y responsabilidad han asumido!
Sin embargo, la doctrina de la elección no debe extinguir los esfuerzos evangelísticos de la iglesia, sino que debe más bien estimularnos a realizarlos. Aunque el Señor conoce a quienes ha elegido desde la eternidad, nosotros no tenemos acceso a ese discernimiento de Su obra electiva (cf. Dt. 29:29). Por el contrario, debemos buscar fervientemente a todo pecador mientras aún exista tiempo de arrepentirse. Necesitamos proclamar la bendita verdad de Isaías 59:1 y 2 con toda fidelidad a todo el que tenga oídos para oír:
“He aquí que no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni se ha agravado su oído para oír; pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oír”.
Esta es la responsabilidad de la fe: que mientras haya en nosotros el aliento de vida tenemos el deber de predicar las buenas nuevas de Cristo Jesús tan persuasivamente como nos sea posible para que los demás puedan llegar a conocerle como su Salvador: “Conociendo, pues, el temor del Señor, persuadimos a los hombres...” (2 Co. 5:11).
Es más, debemos ser muy humildes ante la doctrina de la elección. Nuestra salvación no es algo que hayamos logrado por méritos propios, sino que es un regalo inmerecido de un Dios de gracia. Dios nos ha puesto en este mundo y en este tiempo para extender ese regalo a los demás por medio de la proclamación de Su Palabra.
La comprensión de la gracia soberana de Dios está en el centro de lo que es la iglesia y de cómo esta funciona. Una visión correcta de la gracia de Dios influye en nuestra manera de relacionarnos con otros creyentes y de evangelizar a los perdidos; define la función pastoral y afecta todos los aspectos de la vida del cuerpo de Cristo.
Gracia y justicia
La objeción típica de los que son escépticos acerca de la doctrina de la elección (o incluso se oponen a ella) es que hace parecer injusto a Dios. Eso podría ser cierto —si midiéramos lo “justo” con criterios meramente humanos, afectados por el pecado. “¿Por qué Dios no trata igual a todos?” —pensamos— “Eso es lo que yo haría”.
Pero Dios no piensa como nosotros ni hace lo que nosotros haríamos.
“Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová” (Is. 55:8).
Dios es más sabio y más justo que nosotros, y no debe ser medido por ningún estándar humano. Recordemos las palabras del apóstol Pablo cuando dijo: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos!” (Ro. 11:33).
Además, la pregunta que debemos hacernos cuando reflexionamos sobre la doctrina de la elección no es “¿por qué Dios no salva a todo el mundo?”, sino “¿por qué Dios salva a alguien?”. Ciertamente Dios no está obligado a mostrar misericordia. Eso es lo que hace que la gracia sea misericordiosa.
Cuando se considera lo que es justo en el asunto de la elección, deben dejarse a un lado todas las presunciones y normas humanas. En lugar de eso, debe centrarse en la naturaleza de Dios, específicamente en la pregunta: ¿Qué es la justicia divina? En pocas palabras, es un atributo esencial de Dios por el cual Él, infinitamente y en perfecta justicia, hace lo que Él quiere.
Como dijo William Perkins: “No debemos pensar que Dios hace algo porque sea bueno y justo, sino que ese algo es bueno y justo porque Dios lo ha querido hacer”[1]Citado en Arthur Pink, Studies in the Scriptures, vol. 9 (julio 1938), 218.. Dios define la justicia. Él mismo es por naturaleza justo y recto, y todo lo que hace refleja Su naturaleza. Así que todo lo que Él hace es justo. Su propio libre albedrío (y nada más) es lo que determina lo que es la justicia, porque todo lo que Él quiere es justo; y es justo porque Dios lo quiere, y no al revés. No existe una medida de justicia que sea superior a Dios mismo.
En Apocalipsis 19:6 se nos dice: “¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina!”. Tanto en el cielo como en la tierra, Dios es quien controla y gobierna a todas las criaturas. Él es el Altísimo: “Todos los habitantes de la tierra son considerados como nada; y él hace según su voluntad en el ejército del cielo, y en los habitantes de la tierra, y no hay quien detenga su mano, y le diga: ¿Qué haces?” (Dn. 4:35). Él es el Todopoderoso que obra todas las cosas según el consejo de Su voluntad. Él es el Alfarero celestial que toma entre Sus manos a pecadores inútiles y los moldea para ser vasos útiles.
Las Escrituras describen a la raza humana caída como un puñado de barro: un material sucio y sin forma que, si se deja ahí, se endurece y se vuelve algo totalmente inútil y sin atractivo alguno. De esa masa común de barro, el Alfarero divino forma objetos únicos para diversos fines. Como un alfarero terrenal que hace tanto ceniceros como vajillas elegantes, el Alfarero celestial crea tanto vasijas de honor como también para deshonra (Ro. 9:21) —unos muestran Su gracia y Su gloria; otros sirven como vasijas para Su ira. Cada expresión de Su carácter justo —incluyendo Su evidente desprecio por el pecado— se manifiesta de acuerdo a Su soberana voluntad. Y la Escritura también dice que Dios siempre cumple Sus designios perfectos con paciencia y bondad, nunca con malicia ni con mala voluntad:
“¿Y qué, si Dios, queriendo mostrar su ira y hacer notorio su poder, soportó con mucha paciencia los vasos de ira preparados para destrucción, y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria...?” (Ro. 9:22–23).
En última instancia, Dios es el único que decide y determina sobre el destino humano. Como nuestro creador y rey legítimo, gobierna cuidadosamente, atento a cada detalle de Su universo, que es otra forma de decir que Él es Dios, el soberano y todopoderoso Señor.
Con franqueza, la única razón para creer en la elección es porque se encuentra explícitamente en la Palabra de Dios. No es una doctrina inventada por alguna persona o comité humano. Es como la doctrina del juicio eterno: entra en conflicto con todas las inclinaciones y preferencias naturales de la mente humana carnal; es repugnante a los sentimientos del corazón no regenerado. Y del mismo modo que la doctrina de la Santísima Trinidad y el nacimiento virginal de nuestro Salvador, la elección se debe recibir con fe sencilla, solemne y sosegada porque ha sido revelada por Dios. Si tienes una Biblia y crees lo que esta dice, no tienes otra opción.
A medida que pensamos en que la justicia de Dios es representativa de Su carácter y no está sujeta a suposiciones caídas, comenzamos a comprender que Dios —en la naturaleza de Su propia soberanía— define todo lo que hace no solo como justo, sino también como perfecto. El Creador no le debe nada a la criatura, ni siquiera lo que se complace en dar. Así que Dios hace exactamente lo que Dios decide hacer. Nada puede frustrar Su voluntad ni dominarlo. Esa es la esencia misma de lo que confesamos cuando lo reconocemos como Dios Todopoderoso.
(Adaptado de No hay otro)