En los últimos cien años, la Iglesia ha visto una explosión de interés en el Espíritu Santo, especialmente en Su obra de dar poder al pueblo de Dios y revelar Su verdad. Este renovado interés en el papel del Espíritu en nuestra vida diaria ha inyectado emoción y entusiasmo en muchas iglesias, ya que el Señor parece estar revelándose a Sí mismo y Su poder de maneras maravillosas.
Pero para los creyentes atrapados en los cuentos de un nuevo derramamiento del Espíritu, puede ser difícil ver la diferencia entre lo que Dios está diciendo y haciendo hoy, y lo que dijo e hizo en los días en que se escribieron las Escrituras. Debemos preguntarnos: ¿Existe alguna diferencia entre la Palabra de Dios tal como fue dada en aquel entonces y la palabra que supuestamente Él está hablando hoy a los creyentes y a través de ellos?
Creo que hay una gran diferencia, y esto es algo que debemos tener en cuenta si queremos mantener la autoridad y la infalibilidad de la Biblia en la perspectiva correcta.
El canon está cerrado
La verdad es que no hay revelación más fresca o más íntima que la Escritura. Dios no necesita darnos revelación privada para ayudarnos en nuestro caminar con Él. “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2 Timoteo 3:16–17, énfasis añadido). La Escritura es suficiente. Ofrece todo lo que necesitamos para toda buena obra.
Los cristianos —particularmente los carismáticos, así como aquellos que son simplemente “abiertos pero cautelosos”— deben darse cuenta de una verdad vital: La revelación de Dios está completamente finalizada para siempre. El canon de las Escrituras está cerrado. Cuando el apóstol Juan escribió las últimas palabras del último libro del Nuevo Testamento, dejó constancia de esta advertencia:
“Yo testifico a todo aquel que oye las palabras de la profecía de este libro: Si alguno añadiere a estas cosas, Dios traerá sobre él las plagas que están escritas en este libro. Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía, Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad y de las cosas que están escritas en este libro” (Ap. 22:18–19).
Cuando el canon del Antiguo Testamento se cerró después de los tiempos de Esdras y Nehemías, siguieron cuatrocientos años de silencio en los que ningún profeta habló de la revelación de Dios en forma alguna.
Ese silencio fue roto por Juan el Bautista cuando Dios habló una vez más antes de la era del Nuevo Testamento. Dios entonces movió a varios hombres a registrar los libros del Nuevo Testamento, y el último de ellos fue Apocalipsis. En el siglo II d.C., el canon completo —exactamente como lo tenemos hoy— era reconocido popularmente. Los concilios eclesiásticos del siglo IV verificaron e hicieron oficial lo que la Iglesia ha afirmado universalmente: que los sesenta y seis libros de nuestras Biblias son la única Escritura verdadera inspirada por Dios. El canon está completo.
Al igual que al cierre del canon del Antiguo Testamento le siguió el silencio, al cierre del Nuevo Testamento le ha seguido la ausencia total de nueva revelación en cualquier forma. Desde que se completó el libro del Apocalipsis, ninguna nueva profecía escrita o verbal ha sido reconocida universalmente por los cristianos como verdad divina de Dios.
Separando el error de la verdad
Judas 3 es un pasaje crucial sobre la plenitud de nuestras Biblias. Esta declaración, escrita por Judas antes de que el Nuevo Testamento estuviera completo, sin embargo, esperaba la finalización de todo el canon:
“Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Jud. 3).
En el texto griego, el artículo definido que precede a “fe” apunta a la única fe: “la fe”. No hay otra. Pasajes como Gálatas 1:23 y 1 Timoteo 4:1 indican que este uso objetivo de la expresión “la fe” era común en los tiempos apostólicos. El erudito en griego Henry Alford escribió que la fe es “objetiva aquí: la suma de lo que los cristianos creen”[1]Henry Alford, Alford’s Greek Testament, vol. 4 (Grand Rapids: Baker, 1980), 530..
Nótese también la frase crucial “una vez dada” en Judas 3. La palabra griega aquí es hapax, que se refiere a algo hecho para siempre, con resultados duraderos, que nunca necesita repetirse. Nada necesita ser añadido a la fe que ha sido entregada “una vez para siempre”.
George Lawlor, que ha escrito un excelente comentario de Judas, comenta lo siguiente:
La fe cristiana es inmutable, lo cual no quiere decir que los hombres y mujeres de cada generación no necesiten encontrarla, experimentarla y vivirla; pero sí quiere decir que toda nueva doctrina que surja, aunque pueda afirmarse plausiblemente su legitimidad, es una falsa doctrina. Todas las pretensiones de transmitir alguna revelación adicional a la que ha sido dada por Dios en este cuerpo de verdad son pretensiones falsas y deben ser rechazadas[2]George L. Lawlor, Translation and Expositon of the Epistle of Jude (Philadelphia: Presbyterian and Reformed, 1972), 45..
También es importante en Judas 3 la palabra traducida en nuestras Biblias como “dada” o “entregada”. En griego es un participio pasivo aoristo, que en este contexto indica un acto completado en el pasado sin ningún elemento de continuación. En este caso la voz pasiva significa que la fe no fue descubierta por los hombres, sino entregada a los hombres por Dios. ¿Cómo lo hizo? A través de Su Palabra: la Biblia.
Y así, a través de las Escrituras, Dios nos ha dado un cuerpo de enseñanza que es definitivo y completo. Nuestra fe cristiana se basa en la revelación histórica y objetiva. Eso descarta todas las profecías inspiradas, videntes y otras formas de nueva revelación hasta que Dios hable de nuevo en el regreso de Cristo (cp. Hch. 2:16–21; Ap. 11:1–13).
Mientras tanto, las Escrituras nos advierten que desconfiemos de los falsos profetas. Jesús dijo que en nuestra época “se levantarán falsos Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuere posible, aun a los escogidos” (Mt. 24:24). Ni siquiera las señales y prodigios extraordinarios son prueba de que una persona hable en nombre de Dios. Juan escribió: “Amados, no creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Jn. 4:1).
En última instancia, la Escritura es la prueba de todo; es la norma de los cristianos. De hecho, la palabra canon significa “regla, norma o vara de medir”. El canon de la Escritura es la vara de medir de la fe cristiana, y está completa.