A pesar de lo que a veces podamos pensar, no tenemos voz ni voto en lo que Dios hace ni en cómo lo hace. Él no se deja influir por nuestros valores, nuestros intereses o nuestro sentido de la justicia. De hecho, el salmista nos dice: “Nuestro Dios está en los cielos; Todo lo que quiso ha hecho” (Sal. 115:3).
Además, el Señor no se conforma a nuestras criterios pecaminosos y defectuosos. Todo lo que hace es verdadero y justo porque es Él quien lo hace. Nunca haría nada que no fuera de acuerdo con Su carácter santo, por tanto, Dios mismo es la medida de lo santo y lo justo. En otras palabras, Dios personifica todo lo que es verdaderamente santo.
A eso nos referimos cuando afirmamos que Dios es santo. Es un principio que subyace a toda la enseñanza de las Escrituras. Es sin duda, uno de los preceptos fundamentales que cimentan la doctrina de la elección.
Libertad divina
Además, la elección de Su pueblo para salvación no puede separarse de todo lo demás que Dios ha elegido hacer, porque en la perspectiva más amplia, Él ha ordenado todo lo que sucede. Todo lo que Dios hace es lo que elige hacer y Sus decisiones son libres de toda influencia externa, de modo que la doctrina de la elección encaja dentro de la comprensión más plena de un Dios que es soberano. Es elección en su sentido más amplio y es evidente en cada página de las Escrituras.
En el acto mismo de la creación, Dios creó exactamente lo que quiso crear y de la manera exacta en que quiso hacerlo, y permitió que en la historia humana ocurrieran las cosas necesarias para que Él pudiera cumplir el plan de redención que ya había diseñado. Escogió a una nación, Israel, no porque fuera mejor ni más deseable que los otros pueblos, sino por el simple hecho de que Él la eligió. Moisés le dijo a Israel:
"... Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra. No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová y os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos; sino por cuanto Jehová os amó...” (Dt. 7:6b–8a).
Como todos los elegidos, Israel fue predestinado “conforme al propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Ef. 1:11).
En el Salmo 105:43 Dios llama a Israel “sus escogidos”; el Salmo 135:4 dice: “Porque JAH ha escogido a Jacob para sí”; en Deuteronomio 7 y de nuevo en Deuteronomio 14, encontramos estas palabras: “... Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra” (Dt. 7:6; 14:2). La Biblia no intenta justificar o explicar la elección, simplemente afirman que Dios hizo la elección.
Del mismo modo, Dios ha elegido soberanamente desde el principio todo aquello que encaja en Su plan maestro de redención. El Nuevo Testamento, desde los primeros versículos, está repleto de ejemplos de la soberanía de Dios en acción: escogió a Su Hijo como Redentor y señaló el tiempo y los medios de Su llegada a la tierra. No debe sorprendernos que eligiera incluso al cuerpo que sería la novia de Su Hijo: la iglesia.
Su glorioso plan para cada cristiano es igualmente consistente con la manera en que siempre ha operado: es soberano. Dios no ha renunciado a Su soberanía para entregarla en manos de algo tan vacilante y arbitrario como el libre albedrío humano. Cristo dijo a Sus discípulos: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca...” (Jn. 15:16). El apóstol Pablo dice que incluso las buenas obras que hacemos como creyentes fueron preparadas por Dios “de antemano” (Ef. 2:10).
Desde los inicios de la iglesia cristiana esto se ha comprendido así. En Hechos 13:48 Lucas dice: “… y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna”. Y, por supuesto, el capítulo 9 de Romanos contiene un pasaje monumental sobre los propósitos de la elección de Dios, manifiesto en la elección de Jacob y Esaú, y en la forma en que Dios eligió a quien quiso, no en función de algo que ellos hubieran hecho, sino según Su propósito soberano, libre y sin influencias: “¿O no tiene potestad el alfarero sobre el barro...” (Ro. 9:21); y “¿quién eres tú, para que alterques con Dios? ¿Dirá el vaso de barro al que lo formó: Por qué me has hecho así?” (v. 20). Nos conviene más guardar silencio que cuestionar los propósitos soberanos de Dios.
La elección y la iglesia
A través del Nuevo Testamento hay referencias a la iglesia como los elegidos, los escogidos por Dios. El capítulo 1 de Efesios dice que fuimos escogidos por Dios, por Su amor, desde antes de la fundación del mundo, para ser traídos a la fe en Cristo. En 1 Tesalonicenses, Pablo se dirige a la congregación como “hermanos amados de Dios”, y les dice: “[hemos conocido] vuestra elección” (1 Ts. 1:4). En 2 Tesalonicenses 2:13 leemos: “Pero nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad”. No puede estar más claro: desde el principio de los tiempos Dios te ha elegido para salvación.
En Mateo 16:18 Jesús dijo: “... edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”. Esta es una declaración monumental: “[Yo] edificaré mi iglesia”. “[Yo] edificaré mi iglesia". Es una declaración de certeza y de intimidad: “Mi iglesia”. Así como de invencibilidad: la iglesia de Dios se sostendrá contra las puertas del Hades (un eufemismo judío para referirse a la muerte). Aquí la implicación es importante: si el Hades es la morada de los muertos, ahí se llega cuando alguien muere, de modo que es simplemente una referencia a la muerte, que es la principal arma de Satanás. Jesús estaba diciendo, en otras palabras: “Edificaré mi iglesia y lo peor que se puede hacer para detenerla (la muerte de mi pueblo) no prevalecerá contra ella”.
Se trata de una promesa muy directa. El Señor del cielo, inmutable, soberano, fiel, Dios de gracia, cuya palabra nunca vuelve vacía, sino que siempre cumple el propósito para el cual Él la envía, cuyos planes siempre se realizan, cuya voluntad siempre se cumple, cuyo plan en última instancia es invencible... este Dios ha hablado y ha dicho: “Edificaré mi iglesia”. Nada puede impedirlo.
Ese es el resultado final de la obra de elección de Dios. Si usted está entre los elegidos, aquellos que se han arrepentido de su pecado y han confiado en Cristo, entonces puede estar seguro de que su elección no se basó en su fe ni en sus acciones. Si así fuera, la gracia ya no sería gracia. Dios lo eligió a usted por Su propia voluntad para Sus propios propósitos divinos. Esta realidad es el fundamento de la alabanza y la adoración, porque es lo que Pablo quiso decir cuando afirmó que todas las cosas —incluyendo la salvación— son “de él, por él y para él… A Él sea la gloria por los siglos. Amén” (Ro. 11:36).
(Adaptado de No hay otro)