La parábola del hijo pródigo presentaba una visión del mundo que era antitética a la forma de pensar a la mayoría de la audiencia de Cristo. Todo lo que el padre hacía por el hijo era exactamente lo contrario de lo que la multitud esperaba. Era contrario a las costumbres de aquella sociedad, así como a la mayoría de los conceptos modernos de justicia e igualdad. Y era contrario al sentido común.
“Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse” (Lc. 15:20‒24).
Piénselo: Tras su vergonzoso regreso, el pródigo recibió al instante todos los mismos derechos y privilegios que su hermano mayor, que ni una sola vez se había rebelado abiertamente como lo hizo el pródigo. Fue como si el viaje al país lejano nunca hubiera ocurrido. El padre había recibido golpe tras golpe humillante de este hijo deshonroso y, sin embargo, estaba dispuesto a dejar a un lado el pasado y dotar libremente a esta oveja negra de todos los privilegios imaginables. No hubo período de espera, ni tiempo de prueba, ni obstáculos que el joven tuviera que superar, ni fase de readaptación. Todos los privilegios eran gratuitos y sin restricciones. El muchacho entraba inmediatamente en la condición de hijo al nivel más alto.
¿Cuál era el mensaje? Tenemos que recordar que esta es una imagen de la abundante gracia de Dios, que triunfa sobre todo tipo imaginable de pecado. Dios salva a los pecadores, incluso a los peores pecadores. Y cuando lo hace, eleva instantáneamente al pecador recién renacido a una posición de privilegio y bendición que va más allá de todo lo que podamos pedir o pensar (cp. Ef. 3:20).
Aunque la gracia y el privilegio concedidos a este hijo puedan parecer exagerados, no son una caricatura. En realidad, ni siquiera es lo suficientemente extrema como para servir de ilustración adecuada de la gracia que Dios concede realmente a los pecadores arrepentidos. No es más que una representación figurativa reducida, atenuada y apenas adecuada de lo que es la auténtica gracia, porque las meras palabras e imágenes humanas son completamente inadecuadas para ilustrar la realidad de la misericordia de Dios.
Sin embargo, toda esta idea —que el amor abundante y la gracia extrema pudieran ser otorgados a un pecador penitente y confiado— era absolutamente extraña en las mentes legalistas de los escribas y fariseos. Es un concepto que ofende profundamente a la mayoría de los ateos de hoy, que se quejan de un Dios que perdona a los peores pecadores, pero condena a los incrédulos “moralmente rectos”.
El público de Cristo entendía el concepto de los honores elevados. Estaban convencidos de que privilegios legítimos como estos solo podían ganarse mediante un sistema de obras rigurosas y la estricta contabilidad del mérito personal. En eso consistía su religión.
Pero los escribas y fariseos estaban tan equivocados que la misma religión con la que contaban para ganarse la vida eterna significaría su destrucción. Por eso Jesús los llamaba a confesar su propia necesidad de la gracia divina y a arrepentirse de su justicia propia. Cualquier añadidura hecha por el hombre a la obra terminada y suficiente de Cristo niega su suficiencia, e insulta descaradamente la extravagante gracia que Dios ya ha derramado sobre Sus redimidos.

(Adaptado de Memorias de dos hijos)