Una característica del creyente es el deseo de tener una relación cercana e íntima con Dios a través de la oración. Como hemos venido estudiando, en Efesios 6:18, el apóstol Pablo dice: “Orando en todo tiempo con toda oración y súplica en el Espíritu, y velando en ella con toda perseverancia y suplica por todos los santos” (énfasis añadido). Aquí encontramos cuatro aspectos de la oración por medio de las cuatro menciones del adjetivo “todo”. En la primera parte cubrí los dos primeros aspectos, en la segunda parte cubrí el tercer aspecto, y en este blog cubriré el cuarto y último aspecto.
Los objetivos de la oración
El cuarto “todo” que menciona Pablo se refiere a los objetos de nuestras oraciones. El objeto directo es, naturalmente, Dios. Esto nos sugiere un principio muy importante que se formula con toda precisión en Juan 14:13–14: “Todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré”.
En esta ocasión, Jesús consuela a Sus discípulos ante Su inminente partida. Ellos temían quedarse sin aquel que había suplido sus necesidades, escuchado sus lamentos y protegido sus vidas. ¿Cómo seguirían sin Él? Pero Su promesa llenaba ese vacío: aunque se iría, aún tendrían pleno acceso a Su provisión. ¡Qué magnífica promesa!
Sin embargo, hay una condición que determina la respuesta del Señor a nuestras oraciones: Debemos orar en Su nombre. Esto no significa únicamente añadir una muletilla al final de nuestras oraciones. Por lo contrario, su significado es algo mucho aún más importante.
Primero, orar en el nombre de Jesús significa ponernos en Su lugar, identificándonos plenamente con Él y pidiéndole a Dios que intervenga en virtud de nuestra unión con Su Hijo. De este modo, cuando pedimos realmente en el nombre de Jesús, lo hacemos como si Él mismo fuera el peticionario.
Segundo, significa que invocamos ante Dios los méritos de Su bendito Hijo. Rogamos que se nos conceda una respuesta a la oración por amor a Cristo. Deseamos algo por causa de Él. Cuando pedimos alguna cosa realmente en el nombre de Jesús, Él se convierte en el receptor.
Tercero, orar en el nombre de Jesús significa hacerlo solo por aquellas cosas que son consecuentes con Su perfección, por algo que le glorifica. Orar en nombre de Jesús es, por tanto, buscar lo que Él busca, promover lo que Él desea y darle a Él la gloria. Solo podemos pedir a Dios debidamente aquello que glorificará a Su Hijo.
Así que concluya sus oraciones con algo parecido a esto: “Padre, te lo pido porque sé que es lo que Jesús querría para Su propia gloria”. Afirme tal cosa en su corazón al final de cada oración y excluirá todas sus peticiones egoístas. Oramos en el nombre de Jesús, por Él y para Él. ¿Puede haber algo más práctico que eso? Si la gente comprendiera mejor este sencillo principio, eliminaría un sinfín de oraciones innecesarias y extravagantes.
Pablo también menciona cuál es el objeto indirecto de nuestras plegarias: “Todos los santos”. ¿Qué es aquello que nos impulsa a orar los unos por los otros? En primer lugar, el hecho de que todos —como miembros del cuerpo de Cristo— participamos en una batalla común. “Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes” (Ef. 6:12).
Peleamos a fin de obtener la victoria mediante el nombre de Cristo, y exaltarle con nuestras vidas. Puesto que esto es así, tenemos que extender nuestros horizontes más allá de nuestras propias luchas individuales y abarcar a todo el cuerpo de Cristo. Debemos interesarnos no solo por nuestro propio triunfo final, sino también por la victoria espiritual de todos los demás creyentes.
Con frecuencia, los cristianos pensamos en nosotros mismos como entidades separadas. Muchas veces tenemos la idea de que existimos de manera independiente de todos los demás. Naturalmente, esto no es así. Del mismo modo que el cuerpo humano no puede avanzar a menos que todos sus miembros se muevan, tampoco es capaz de hacerlo el cuerpo de Cristo.
Segundo, al igual que el cuerpo de Cristo ministra utilizando dones espirituales, también lo hacemos por medio de la oración. ¿Acaso tienen esos dones espirituales propósitos egoístas? ¿Quiere Dios que ejerza mi don para mi propio beneficio? ¿Debería tomar mi don espiritual y marcharme a una cabaña en alguna parte para enseñarme a mí mismo? ¿O ponerme delante de un espejo y predicar? Eso resultaría ridículo.
Mi don espiritual es para el beneficio de otros. De modo que la vida de oración y el poder de oración que poseo no son para mí, sino para los demás. Debería estar orando por ellos y ellos por mí.
Dios lo diseñó así pensando en nuestra unidad. Cuando una parte de nuestro cuerpo físico está dolorida o enferma, todas las otras acuden en su ayuda. Si tengo un ojo dañado, el párpado lo protege directamente; pero, de manera indirecta, todo el resto de mi cuerpo actúa también para proporcionar sanidad a dicho ojo. Mis reflejos se ponen en alerta a fin de impedir que alguna cosa toque el órgano herido. En forma similar, cuando un hermano tiene cierta necesidad, podemos ministrarle directamente mediante el ejercicio de nuestros dones espirituales o indirectamente a través de la oración.
Pero ¿cómo podemos llegar a conocer las necesidades de otros? Esto representa un problema, ya que con frecuencia la gente se resiste a hacer partícipes de sus cargas a los demás. De modo que debemos tomar la iniciativa, abrirnos un poco y ponernos en esa posición en la que nosotros mismos estamos dispuestos a comunicar nuestras necesidades. ¡Alguien más puede tener el mismo problema que nosotros! Podemos orar unos por otros. Admítalo: nadie puede llevar nuestra carga si no sabe qué es.
Eso no significa que tengamos que contarle todo a todo el mundo; hacerlo resultaría poco sensato. Pero empecemos al menos por comunicar nuestras necesidades a aquellos en quienes sabemos que podemos confiar, y a orar los unos por los otros. Esto nos sacará de nuestra posición de meros cristianos espectadores a la arena donde se desarrolla la lucha. Necesitamos recordar que todos estamos en una guerra espiritual. Si creemos realmente en el poder de la oración, oraremos fervientemente y veremos a Dios haciendo cosas que de otro modo no haría.
(Adaptado de Llaves del crecimiento espiritual)