Todas las religiones fuera del cristianismo ofrecen esencialmente lo mismo: un camino de salvación a través de nuestro propio esfuerzo humano. La parábola del hijo pródigo hace pedazos esa mentira condenable. En su lugar, ilustra la sencilla verdad de cómo y por qué la fe arrepentida es el único medio por el que cualquier pecador puede encontrar la justificación ante Dios. El perdón no es una recompensa por los méritos que ganamos con buenas obras, sino más bien el don bondadoso y generoso de nuestro amoroso Creador.
Sin embargo, esto no quiere decir que la justicia práctica carezca de valor o significado para el pueblo de Dios. Las buenas obras son el fruto inevitable de una fe genuina. Pero los pecadores que se arrepienten y se vuelven a Dios son plena e instantáneamente justificados, perdonados gratuitamente desde el primer momento del comienzo de la fe —antes de que se haga una sola obra buena—.
Esa fue la lección principal de la vida de Abraham. Él “creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (Gn. 15:6, énfasis añadido). Su fe fue el único medio por el que se aferró a las promesas de Dios. En Romanos 4, Pablo presenta un extenso argumento que demuestra que David también fue justificado únicamente por la fe, y no por la realización de buenas obras, rituales religiosos u obras meritorias destinadas a anular la deuda del pecado.
Del mismo modo, el hijo pródigo es un ejemplo típico de alguien justificado por la gracia mediante la fe, sin obras meritorias.
“Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo; hazme como a uno de tus jornaleros. Y levantándose, vino a su padre. Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo. Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies. Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse” (Lc. 15:18–24).
El perdón del pródigo era una realidad establecida, y su posición como hijo privilegiado estaba fuera de toda duda, incluso antes de que tuviera la oportunidad de expresar su arrepentimiento. ¿Y qué pasa con esa vida de trabajo que estaba dispuesto a ofrecer como siervo de su padre? Era totalmente innecesario como medio para ganarse el favor del padre. El padre le había concedido su plena bendición y su perdón incondicional solo por gracia.
No obstante, este joven arrepentido cambiaría permanentemente gracias a la gracia que su padre le mostró. ¿Por qué iba a volver a una vida de autocomplacencia y prodigalidad? Ya había perseguido el pecado hasta su final inevitable y conocía demasiado bien los resultados. Fue severamente castigado por la amargura de esa experiencia. Había bebido el terrible poso de las consecuencias del pecado.
Pero ahora le habían quitado la venda de sus ojos. Él veía a su padre bajo una nueva luz y lo amaba con un nuevo aprecio. De aquí en adelante él tenía todas las razones para permanecer fiel. Ahora serviría a su padre con agrado —no como un sirviente contratado— sino con la dignidad plena de un hijo amado.

(Adaptado de Memorias de dos hijos)