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La mayoría de las personas piensan que Dios está muy alejado de la vida y las preocupaciones humanas. Jesús es el mismísimo Hijo de Dios, pero Su divinidad no le impidió experimentar nuestros sentimientos, nuestras emociones, nuestras tentaciones y nuestro dolor. Dios se hizo hombre para compartir la prueba y el sufrimiento de la humanidad, a fin de ser un Sumo Sacerdote comprensivo y compasivo. Por eso el autor de Hebreos escribe:
“Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He. 4:15).
Cuando estamos preocupados, heridos, abatidos o fuertemente tentados, necesitamos un Salvador que comprenda nuestra difícil situación como seres caídos. Jesús puede “compadecerse de nuestras debilidades”. La frase: “Solo te comprende Cristo” (No one understands like Jesus) del conocido himno no solo es hermosa y alentadora, sino absolutamente cierta. Nuestro gran Sumo Sacerdote no solo es perfectamente misericordioso y fiel, sino también perfectamente comprensivo. Tiene una capacidad inigualable para compadecerse de nosotros en cada peligro, en cada prueba, en cada situación que se nos presenta, porque Él mismo ha pasado por todo eso. En la tumba de Lázaro, el cuerpo de Jesús se estremeció de dolor. En el huerto de Getsemaní, justo antes de ser arrestado, sudó gotas de sangre. Experimentó todo tipo de tentaciones y pruebas, todo tipo de vicisitudes, todo tipo de circunstancias a las que cualquier persona puede enfrentarse. Y ahora está a la diestra del Padre intercediendo por nosotros.
Jesús no solo tuvo todos los sentimientos de amor, preocupación, decepción, pena y frustración que tenemos nosotros, sino que tuvo un amor mucho más grande, preocupaciones infinitamente más sensibles, normas de justicia infinitamente más elevadas y una perfecta conciencia del mal y de los peligros del pecado. Por lo tanto, contrariamente a lo que nos inclinamos a pensar, Su divinidad hizo que Sus tentaciones y pruebas fueran inconmensurablemente más difíciles de soportar para Él que las nuestras para nosotros.
Permítanme dar un ejemplo para ayudar a explicar cómo esto puede ser cierto. Experimentamos dolor cuando nos lesionamos, a veces un dolor extremo. Pero si llega a ser demasiado severo, desarrollaremos un entumecimiento temporal, o incluso podemos desmayarnos o entrar en un estado de conmoción. Recuerdo que cuando salí disparado del coche y caí de espaldas en la autopista, sentí dolor durante un rato y luego no sentí nada. Nuestro cuerpo tiene formas de desactivar el dolor cuando es demasiado intenso para soportarlo. El umbral del dolor varía mucho de una persona a otra, pero todos tenemos un punto de ruptura. En otras palabras, la cantidad de dolor que podemos soportar no es ilimitada. Podemos concluir, por tanto, que hay un grado de dolor que nunca experimentaremos, porque nuestros cuerpos apagarán nuestra sensibilidad de una forma u otra; quizás incluso con la muerte, antes de que alcancemos ese punto.
Un principio similar opera en la tentación. Hay un grado de tentación que nunca experimentaremos sencillamente porque, sea cual sea nuestra espiritualidad, sucumbiremos antes de alcanzarlo. Pero Jesucristo no tenía esa limitación. Como no tenía pecado, soportó todo lo que Satanás podía lanzarle. No tenía ningún estado de conmoción, ningún límite de debilidad, para apagar la tentación en cierto punto. Como nunca sucumbió, experimentó cada tentación al máximo. Y la experimentó como hombre, como ser humano. En todos los sentidos fue tentado como nosotros, y más. La única diferencia es que Él nunca pecó. Por eso, cuando acudimos a Jesucristo, podemos recordar que Él sabe todo lo que nosotros sabemos, y mucho de lo que no sabemos, sobre la tentación, la prueba y el dolor. Por eso el autor de Hebreos escribe: “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades” (He. 4:15).
Esta verdad era especialmente asombrosa e increíble para los judíos. Sabían que Dios era santo, justo, sin pecado, perfecto y omnipotente. Conocían Sus atributos y naturaleza divina y no podían comprender que experimentara dolor, y mucho menos tentación. No solo esto, sino que en el Antiguo Pacto, el trato de Dios con Su pueblo era más indirecto, más distante. Excepto en casos especiales y raros, incluso los creyentes fieles no experimentaban Su cercanía e intimidad en la forma en que todos los creyentes pueden hacerlo ahora. Los judíos creían que Dios era incapaz de compartir los sentimientos de los hombres. Estaba demasiado distante, demasiado alejado por naturaleza del hombre, para poder identificarse con nuestros sentimientos, tentaciones y problemas.
Si comprender la simpatía de Dios era difícil para los judíos, aún lo era más para la mayoría de los gentiles de la época. Los estoicos, cuya filosofía dominaba gran parte de la cultura griega y romana en tiempos del Nuevo Testamento, creían que el principal atributo de Dios era la apatía. Algunos creían que no tenía sentimientos ni emociones de ningún tipo. Los epicúreos afirmaban que los dioses vivían en el intermundia, entre el mundo físico y el espiritual. No participaban en ninguno de los dos mundos, por lo que difícilmente podían comprender los sentimientos, problemas y necesidades de los mortales. Estaban completamente alejados de la humanidad.
La idea de que Dios pudiera identificarse con los hombres en sus pruebas y tentaciones era revolucionaria tanto para los judíos como para los gentiles. Pero el escritor de Hebreos nos dice que no solamente tenemos un Dios que “esta allí”, sino que “ha estado aquí”.
Compasivo, no pecador
Cuando el autor de Hebreos dice que Cristo puede “compadecerse de nuestras debilidades”, no se refiere directamente al pecado, sino a la debilidad o la enfermedad; es decir, a todas las limitaciones naturales de la humanidad, incluyendo nuestras inclinaciones pecaminosas. Jesús conoció de primera mano el impulso de la naturaleza humana hacia el pecado. Su humanidad fue Su campo de batalla. Es aquí donde Jesús se enfrentó y luchó contra el pecado. Salió victorioso, pero no sin la tentación, el dolor y la angustia más intensos.
Por eso Hebreos 4:15 continúa diciendo que Cristo fue “tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado”. En toda esta lucha, Jesús permaneció sin pecado. Estaba completamente apartado, separado del pecado. Estas dos palabras griegas (kōris jamartia) expresan la ausencia absoluta de pecado. Aunque fue despiadadamente tentado a pecar, ni la más leve mancha de pecado entró jamás en Su mente o fue expresada en Sus palabras o acciones.
Algunos pueden preguntarse cómo Jesús puede identificarse completamente con nosotros si en realidad no pecó como nosotros. Sin embargo, fue precisamente el hecho de que Jesús se enfrentara al pecado con Su perfecta justicia y verdad lo que le califica. El mero hecho de experimentar algo no nos permite comprenderlo. Una persona puede someterse a muchas operaciones con éxito sin entender lo más mínimo de cirugía. Por otro lado, un médico puede realizar miles de operaciones complicadas y exitosas sin haber sido operado nunca. Es su conocimiento de la enfermedad o trastorno y su habilidad quirúrgica para tratarlo lo que le cualifica, no el haber padecido la enfermedad. Tiene una gran experiencia con la enfermedad, mucha más que cualquiera de sus pacientes, habiéndose enfrentado a ella en todas sus manifestaciones. Jesús nunca pecó, pero entiende el pecado mejor que cualquier hombre. Lo ha visto más claramente y lo ha combatido más diligentemente que cualquiera de nosotros.
Solo la impecabilidad puede estimar correctamente el pecado. Jesucristo no pecó, no podía pecar, y no tenía capacidad para pecar. Sin embargo, Sus tentaciones fueron aún más terribles porque nunca buscó alivio a la presión del pecado rindiéndose. Su impecabilidad misma aumentó Su sensibilidad al pecado. “Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar. Porque aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado” (He. 12:3–4). Si quieres hablar con alguien que sabe de qué se trata el pecado, habla con Jesucristo. Jesucristo conoce el pecado, y conoce y comprende nuestra debilidad. Cualquier cosa que Satanás nos traiga, hay victoria en Jesucristo. Él entiende; Él ha estado ahí.
(Adaptado y traducido de Comentario MacArthur del Nuevo Testamento: Hebreos)