La historia del hijo pródigo es quizá la parábola más conocida de la Biblia. Los temas del perdón y la reconciliación tocan los anhelos de todos los que están destrozados por el pecado. Sin embargo, mucho más que eso, la parábola de Cristo transmite verdades eternas cruciales y maravillosas que Él quiere que conozcamos y en las que nos fijemos para nuestro futuro.
El padre de la parábola es una figura de Cristo. Él es quien lleva el reproche del pecador, invita a los pecadores arrepentidos a venir a Él en busca de descanso, y recibe a todos los que vienen. Él dijo: “Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37). Hay un suministro interminable de misericordia con Él. Podemos ir audazmente ante Él y obtener misericordia y gracia para ayudarnos en tiempo de necesidad (He. 4:16). Él reemplaza los trapos podridos de nuestro pecado con el manto perfecto de Su propia justicia (Is. 61:10). Él ofrece perdón, honor, autoridad, respeto, responsabilidad, pleno acceso a todas Sus riquezas y el pleno derecho a orar en Su nombre.
El deseo de perdón del padre nos revela algo sobre la perspectiva divina de la redención. Cristo no es un Salvador reacio. Dios el Padre no tiene la menor reserva a la hora de extender Su misericordia a los pecadores arrepentidos. Por eso 2 Corintios 5:20 describe el papel del cristiano al llevar el mensaje del evangelio a los pecadores como un ruego, una súplica, una exhortación a la gente para que se reconcilie con Dios. Según el apóstol Pablo, entregamos ese mensaje “en nombre de Cristo”, como Sus embajadores, hablando con Su autoridad y declarando el mensaje que Él mismo ha emitido en beneficio de todos los pecadores del mundo.
Estos hechos, combinados con las imágenes de la parábola del hijo pródigo, muestran a Dios casi impaciente en Su deseo de perdonar a los pecadores. Corre a abrazarlos. Él colma de afecto y besos al pecador que regresa. Rápidamente pide el vestido, el anillo y el calzado. Su justificación es plena e inmediata: una realidad consumada, no un mero objetivo etéreo por el que el pecador debe esforzarse.
El gozo de Dios se desborda cada vez que un pecador regresa.
En estos tiempos posmodernos, incluso dentro de algunos sectores del evangelicalismo, se está intentando restar importancia a la redención personal y a la promesa del cielo para los creyentes individuales. Sigo oyendo la sugerencia de que tal vez hemos perdido el verdadero sentido del evangelio, que tal vez no se trata tanto del perdón de los pecados de esta o aquella persona, sino de traer el reino de Dios a la tierra aquí y ahora. Y así, se nos dice, los cristianos deberían preocuparse menos por su propia redención personal y más por redimir nuestra cultura o resolver los dilemas a gran escala de nuestro tiempo, como las pandemias, el racismo, el calentamiento global, la pobreza, la marginación de los desfavorecidos o cualquiera que sea la próxima crisis que obsesione a los medios de comunicación.
El sufrimiento terrenal es, en efecto, una cuestión importante para los cristianos. Tenemos que cuidar de los pobres, atender a los enfermos y necesitados, consolar a los que sufren y defender a los que están realmente oprimidos.
Pero notemos que la alegría divina de la que habla Jesús en Lucas 15 no se desata porque algún gran problema social del mundo por fin se haya resuelto. Los habitantes del cielo no están esperando para ver si el medio ambiente de la tierra puede sobrevivir a los efectos de la quema de combustibles fósiles. El gozo que Jesús describió no está actualmente suprimido por un mandato divino hasta que desaparezca por completo el sufrimiento en el mundo. Tampoco el comienzo de la celebración celestial está en suspenso hasta que por fin se produzca un renacimiento generalizado en algún lugar.
Todo el cielo se regocija “por un pecador que se arrepiente” (Lc. 15:7; énfasis añadido). Puesto que hay muchas razones para creer que los pecadores individuales están siendo redimidos en algún lugar del mundo todo el tiempo, día tras día, parece seguro asumir que la celebración en el cielo nunca se detiene. Todo el cielo está lleno de un gozo consumado, sin diluir e indescriptible. Lo mejor de todo es que ese gozo es constante e interminable.
Por eso Dios también ordena a Su pueblo aquí en la tierra que se “[regocije] en el Señor siempre” (Fil. 4:4) y que «[estén] siempre gozosos» (1 Ts. 5:16).
La compasión de Dios por Sus criaturas pecadoras es humanamente incomprensible. No hay nada en nosotros —en nuestro estado caído— que justifique el más mínimo grado de misericordia o perdón. Y, sin embargo, nuestro Creador está dispuesto a derramar Su generosa bondad sobre cada pecador arrepentido que acude a Él. La promesa de Cristo de hace dos mil años es tan válida hoy como lo era entonces, y seguirá siendo válida hasta que llegue Su juicio final: “al que a mí viene, no le echo fuera” (Jn. 6:37).

(Adaptado de Memorias de dos hijos)