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Si algo parece demasiado bueno como para ser verdad, lo más probable es que lo sea. Hoy en día, los estafadores nos invaden a diario con ofertas absurdas de inmensas riquezas ficticias. Y es sensato ignorar a los estafadores de este mundo que no tienen intención de cumplir sus promesas falsas.
Dios no es así. Sus riquezas son inconmensurables y Sus promesas están garantizadas para siempre. La abundante generosidad de Dios no tiene límites a la hora de proveer para los pecadores. Y la historia de Jesús acerca del hijo pródigo nos señala insistentemente esta realidad.
El hijo pródigo regresó a su padre desamparado y cargando con una montaña de culpa. Había perdido su herencia, malgastado sus posesiones y había sido abandonado por sus “amigos”. Es comprensible que esperara un castigo de su padre. Solo esperaba ser tolerado como sirviente en la propiedad de su padre. Pero nada podría haber preparado a este pródigo para el amor y la generosidad desenfrenados que experimentó en su vergonzoso regreso a casa.
Cuando Jesús contó esta parábola a los fariseos, mencionó tres regalos que el padre dio inmediatamente a su hijo arrepentido, ¡antes de que el joven tuviera siquiera la oportunidad de disculparse! El padre dijo a sus siervos: “Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies” (Lc. 15:22). La audiencia farisaica que escuchaba a Cristo comprendió claramente las escandalosas implicaciones de esos tres regalos: el vestido, un anillo, y calzado. Y no podrían haberse sentido más ofendidos.
Calzado: el regalo de la condición de hijo
El calzado podía parecer el más humilde de los regalos, pero era sumamente importante. Constituía una declaración simbólica inequívoca de que el padre aceptaba a su hijo. Habitualmente los jornaleros y los esclavos de la casa andaban descalzos. Solamente los amos y sus hijos usaban calzado. Así que el calzado era un importante emblema que significaba la plena e inmediata reincorporación del que había sido rebelde como hijo privilegiado. Esto no era algo insignificante para cualquiera familiarizado con la cultura.
En cierto nivel, incluso en esa cultura, el gran sentido de alegría y alivio del padre era totalmente comprensible. Pero no la extravagancia con la que perdonó. Si no estaba dispuesto a hacer que el caprichoso joven rebajara parte de su deuda enviándolo a la servidumbre, entonces eso solo habría sido una acción extraordinaria y exagerada de amabilidad.
Pero seguramente antes que el padre le diera cualquier honra pública como un costoso banquete, debía tomar un enfoque más provisional. ¿No debió retener el padre algunos privilegios, al menos hasta que el joven demostrara cuán digno de confianza era? ¿No debió establecer algunas reglas específicas para el muchacho? ¿No era justo esperar para ver los frutos de su arrepentimiento? Un año o dos no habrían sido mucho tiempo para pedir a un joven que probara su fidelidad antes de darle plenos derechos de un hijo adulto leal.
Una sensata medida de limitación desde el principio solo parecería prudente. Pero no hay insinuación de algo como eso. La aceptación del padre hacia su hijo es inmediata y total.
Vestido: el regalo de honra
El vestido era un honor aún más alto. Todo noble tenía un vestido selecto: una prenda exterior costosa, ornamentada, bordada, exclusiva, que llegaba hasta el piso, y del tejido de la más alta calidad y destreza. Era una prenda tan especial que ni siquiera pensaría en usarla como invitado a la boda de alguien. En vez de eso estaría reservada para las bodas de sus propios hijos o para ocasiones similares. El paralelismo más cercano en el siglo XXI podría ser un esmoquin costoso que permanece en el armario de alguien excepto quizás una vez al año (o menos). Aun en esa cultura, si usted era invitado a una ocasión muy formal y no tenía una prenda adecuada tendría que comprarla o alquilarla.
Pero toda cabeza de una familia adinerada del primer siglo tenía un vestido especial como ese. Se trataba de su más hermosa y finamente elaborada pieza formal de vestir. La expresión griega en Lucas 15:22 significa literalmente “una prenda de vestir de primera clase”.
¿Quiso el padre poner eso en este cuidador reformado de cerdos antes de que el joven tuviera siquiera la oportunidad de limpiarse? Todos en la aldea se habrían horrorizado ante ese pensamiento. Darle el vestido significaba una honra superior a la que normalmente ni siquiera se pensaría en conferirle a un hijo. Esta era la clase de cortesía generalmente reservada para un dignatario muy prestigioso que llegaba de visita. El padre estaba honrando en público a su hijo arrepentido, no solo como invitado de honor en el banquete, sino también como una persona de máxima distinción.
Anillo: el regalo de autoridad
Eso no es todo. El padre también pidió un anillo para poner en la mano del hijo. Este era un anillo de marca que tenía el emblema o sello familiar, de modo que cuando se presionaba el anillo en cera derretida sobre un documento formal, el sello resultante servía como autenticación legal. Por tanto, el anillo era un símbolo de autoridad. Exactamente cuánta y qué tipo de autoridad es una cuestión que examinaremos la próxima vez.
Pero por ahora considere la trascendencia de todo esto: el calzado, el vestido y el anillo pertenecían al padre y eran símbolos de su honor y autoridad. El padre también estaba pidiendo el más fabuloso festejo que había ocurrido alguna vez en esa familia, y quizás el más fantástico banquete que había presenciado ese pueblo. Al darle los tres regalos a su hijo en realidad le estaba diciendo: “Lo mejor de todo lo que tengo es tuyo. Ahora te he restaurado por completo tu condición de hijo, e incluso te he elevado en nuestra casa a una posición de honor. Ya no eres un adolescente rebelde. Ahora eres un hijo adulto totalmente desarrollado, con todo el privilegio que viene con esa posición, y deseo que lo disfrutes a plenitud”. Así como un rey le pasa su túnica y su anillo de sello a un príncipe, el padre hizo esto de modo ceremonial y público, para eliminar cualquier duda en la mente de alguien acerca de si de veras quería significar todo esto o no. Este era otro acto de generosidad personal del padre.
Incluso en nuestra cultura es difícil concebir que algún padre llevara tan lejos ese perdón. Pero aun así es otra prueba de que este padre parece no preocuparse lo más mínimo por su honor ante la mirada de los críticos.
También es un poderoso recordatorio de que el padre aquí es un símbolo de Cristo,
“el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2.6–8).
Observe que Cristo se despojó a sí mismo sin dejar de ser Dios, y sin despojarse de Su naturaleza o Sus atributos divinos, sino tomando una naturaleza humana auténtica y por tanto cubriendo Su gloria con el velo de Su humanidad. De ahí que se bajara de Su esplendor y majestad y se convirtiera en hombre. Se puso a sí mismo en nuestro nivel. Luego se humilló aún más al padecer la clase de muerte más deshonrosa por castigo capital, como si personificara todas las peores características de la más baja escoria de la sociedad humana. Eso es lo que significa la frase “y muerte de cruz”. Ese es un acto de humillación mucho más grande que cualquier humillación que sufriera el padre en esta parábola. De modo que, aunque la reacción del padre en la parábola parezca exagerada, es importante comprender que la humillación que llevó sobre sí no tiene comparación alguna con la humildad de Cristo.
Además, la parábola nos recuerda que Cristo recibe pecadores que están exactamente en la misma situación del hijo pródigo: inmundos, vestidos con sucios harapos, totalmente privados de cualquier atractivo, sin nada en absoluto para entregarle a Cristo. Él los recibe con la misma clase de alegría vista en esta parábola —e infinitamente más. En las palabras de Romanos 4:5, Cristo “justifica al impío”. Si ese pensamiento no lo hace llorar de gratitud, entonces quizás nunca se haya sentido en el lugar del hijo pródigo, y debe arrepentirse en oración.
Por supuesto, ese fue el mismo asunto que puso a los escribas y los fariseos en desacuerdo con Cristo. Ellos se negaron a ver el ministerio de Jesús de buscar y salvar pecadores como la actividad de Dios. La idea de que Jesús recibiera pecadores inmundos les era del todo repugnante. Estaba muy debajo del concepto que tenían de cómo debería ser el Mesías. Además, el hecho de que Él justificara pecadores solo por medio de la fe, y al instante los tratara como si tuvieran una posición perfecta con Dios (cf. Lc. 18:14), era sencillamente más de lo que los fariseos podían soportar. Después de todo, la mayoría de ellos habían trabajado todas sus vidas en su religión, y Cristo los trataba con menos atención de la que mostraba a publicanos y a otros delincuentes que acudían a Él. En sus mentes, Jesús se estaba contaminando por esas asociaciones con pecadores. En consecuencia, los fariseos se habían convencido de que eran mucho más justos, y por ende aún más gloriosos, que Jesús.
¡Qué mal entendieron cómo era la gloria verdadera! Aunque Cristo se despojó de Su gloria celestial, Él ahora recibe una honra aun superior. En realidad, Su sufrimiento y muerte (que pronto se convertirían en el más grande tropiezo para las personas que pensaban como los fariseos) exponen algunas de las mayores características de la gloria eterna de Dios: Su gracia y perdón amorosos.
Gracias a la vida, muerte y resurrección sustitutivas de Cristo —en favor de Su pueblo pecador— nuestro Padre Celestial puede ofrecernos generosamente esos dones. Cuando acudimos a Él en arrepentimiento y fe, nos acoge como hijos y nos concede honores en Su reino. Nada en este mundo puede competir con eso.
(Adaptado de Memorias de dos hijos)