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Esta serie de sermones incluye los siguientes mensajes:
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Información de la Editorial¡Si! En el cielo podremos ver al Señor cara a cara, algo que ahora, en la tierra, resulta imposible. Y es que fue Dios mismo quien dijo: “Porque no me verá hombre, y vivirá” (éx. 33:20). Juan 1:18 y 1ª de Juan 4:12 dicen que “a Dios nadie le vio jamás”. Primera de Timoteo 6:16 declara que “el único que tiene inmortalidad, que habita en luz inaccesible; a quien ninguno de los hombres ha visto ni puede ver”. Y es que Dios, “muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio” (Hab. 1:13). Mientras sigamos manchados por el pecado no podremos ver a Dios, ya que la sola contemplación del grado de perfección y justicia nos destrozaría.
Por ello, Dios es inaccesible para los mortales, al menos cara a cara. Esto es lo que hace que la encarnación de Jesús sea algo tan maravilloso y que, aunque ningún ojo humano haya visto nunca a Dios, “el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Jn. 1:18). Cristo “habitó entre nosotros” (Jn. 1:14), “y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre”. El Hijo vino al mundo para vivir entre nosotros, y lo hizo para redimirnos y llevarnos al cielo, al lugar donde Padre, Hijo y Espíritu Santo morarán entre nosotros, rodeándonos de perfecta comunión. ¡Una verdad así nos deja sin habla!
En el cielo, dado que ya no tendremos pecado, veremos la gloria de Dios en su plenitud, y ya no de una manera velada. Será esa una visión más placentera y espectacular que todo lo que hayamos podido ver (o imaginar) en esta tierra. Ninguno de los placeres de este mundo puede intentar compararse con el privilegio y éxtasis derivado de contemplar abiertamente la gloria divina.
Mateo 5:8 dice: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios”. La palabra griega de la que se ha traducido “ver” (horao) es un tiempo verbal que denota un hecho continuo y futuro. En el cielo estaremos viendo continuamente a Dios. Los reyes normalmente evitan el contacto directo con su pueblo, y es un gran privilegio que uno de ellos conceda una audiencia; sin embargo, ¡los creyentes gozarán en el cielo de una comunión perfecta e inquebrantable con el Rey de reyes!
Este ha sido siempre el anhelo más profundo del alma de los redimidos. El salmista dijo: “Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía. Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo; ¿cuándo vendré, y me presentaré delante de Dios?” (Salm 42:1-2). Y Felipe, hablando de parte de todos los discípulos, le dijo a Cristo: “Señor, muéstranos el Padre, y nos basta” (Jn. 14:8).
Apocalipsis 2:3-4 sella definitivamente la promesa: “El trono de Dios y del Cordero estará en ella, y sus siervos le seguirán, y verán su rostro” (cursivas añadidas).
David, por su parte, escribió: “En cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza” (Sal. 17:15). ¿Qué es lo que realmente te satisface? ¿Comprarte ropa nueva? ¿Cambiar de trabajo? ¿Ascender? ¿Comprarte una casa o un coche nuevo? ¿Una comilona? ¿Pasártela bien? ¿Ir de vacaciones? No pongas tu corazón en esos placeres terrenales; los redimidos podremos ver a Dios.
David conoció en su vida todas las situaciones posibles, desde ser un simple pastor a ser un rey, con todos los honores, pasando por ser un gran guerrero. Saboreó todos los placeres de la vida. Pero sabía que, en última instancia, la satisfacción plena le vendría únicamente cuando pudiese ver a Dios y ser en santidad como Él.
Mientras tanto para los cristianos, la mayor satisfacción se producirá cuando veamos a nuestro Dios y a su Hijo Jesucristo, y cuando estemos en su presencia en total rectitud. El cielo nos ofrecerá ese privilegio, el ser capaces de mirar sin limitaciones ni cargas su infinita gloria y belleza, lo que producirá en nosotros un gozo eterno e infinito. Ahora ya podemos empezar a entender a Pedro, quien, ¡con sólo vislumbrar un ápice de esa gloria ya quería acampar en el monte de la trasfiguración y quedarse allí para siempre! (Mt. 17:4).
En el siglo XVIII, la autora de himnos Fanny Crosby escribió el siguiente himno (“Yo podré reconocerle”):
Cuando al fin termine aquí mi vida terrenal,
Y el río oscuro tenga que cruzar,
En la otra ribera al Salvador conoceré,
Su sonrisa bienvenida me dará…
Por los bellos portales me conducirá Jesús;
No habrá pecado ni ningún dolor;
Gozaré con los suyos alabanzas entonar,
Mas primero quiero ver a mi Señor.
Estas palabras tienen un especial significado, ya que Fanny Crosby era ciega. Sabía que la primera persona a quien vería iba a ser Jesús.
En cierta manera, se puede decir que eso nos ocurrirá a todos nosotros. La visión de que gozamos en este mundo es prácticamente ceguera, en comparación con la claridad que disfrutaremos en el cielo (1 Co. 13:12). Deberíamos esperar ansiosamente ese día en que nuestra vista se aclarará gracias a la gloria de su presencia. Espero sinceramente que sea tu más profundo deseo.
Extraído del libro, “La gloria del cielo” escrito por el Pastor John MacArthur y publicado por Editorial Portavoz.