Usted debe haber escuchado historias de oraciones contestadas inmediatamente. Una familia desamparada agradece al Señor por una comida que no tienen, y alguien toca a la puerta con comida. Un hombre con una cuenta bancaria vacía ora por ayuda, e inmediatamente encuentra un cheque inesperado en el correo.
La segunda declaración desde la cruz señala el primer glorioso cumplimiento de Su oración por el perdón de Sus asesinos, y muestra cuán generosamente ese perdón fue derramado, incluso sobre los beneficiarios más indignos.
De la burla al arrepentimiento
Después de pasadas las horas de agonía en la cruz, uno de los ladrones que antes se había burlado de Jesús, ahora ha experimentado un cambio de corazón. No se menciona qué produjo el cambio. Quizás, el ladrón escuchó y fue movido por la oración de Jesús pidiendo misericordia y comprendió que también era en su favor. Cualquier cosa que lo hizo cambiar radicalmente, fue un milagro maravilloso.
Aquel hombre, sin duda era uno de los más impíos de los que allí estaban. Él y sus cómplices eran criminales profesionales, hombres cuyas vidas había sido dedicadas al robo y a causar caos. La profunda e indescriptible maldad de su carácter se demostró por el hecho de que usaron sus fuerzas para unirse a los que se burlaban de Cristo. Seguramente, conocían de su inocencia porque el ladrón arrepentido finalmente reprendió a su compañero, diciendo: “Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; más este ningún mal hizo” (Lucas 23:41). Sin embargo, hasta que uno de ellos se arrepintió, ambos estaban hostigándolo con sarcasmo y burla.
Pero llegó un momento cuando la burla de uno de los ladrones se convirtió en silencio, y el silencio en arrepentimiento, y el corazón del ladrón fue completamente cambiado. Al contemplar a Jesús, sufriendo todo ese abuso de modo tan paciente, que jamás injuriaba, ni insultaba a sus verdugos, el ladrón comenzó a ver que aquel hombre en medio de dos ladrones era en verdad el que afirmaba ser. La prueba de su arrepentimiento es vista en el cambio inmediato de su comportamiento, cuando sus insultos burlones se convirtieron en palabras de alabanza para Cristo.
Primero, reprendió a su compañero de fechorías: “Respondiendo el otro, le reprendió, diciendo: ¿Ni aún temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos; más éste ningún mal hizo” (vv. 40-41). Al decir todo eso, confesó su propia culpa y también reconoció la justicia del castigo que había recibido. Afirmó, además, la inocencia de Jesús.
Entonces, se dirigió a Jesús y lo confesó como Señor: “Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (v.42).
Esa confesión de Jesús como Señor y Rey fue seguida inmediatamente por la segunda de las siete declaraciones de Jesús: “Entonces, Jesús le dijo: De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (v.43).
Bendita seguridad
Ningún pecador recibió una palabra de seguridad de salvación más explícita. El más inconcebible de los santos fue recibido inmediata e incondicionalmente en el reino del Salvador. Ese suceso es una de las grandes ilustraciones bíblicas de la verdad de la justificación por la fe. Ese hombre no había hecho nada para merecer la salvación. En verdad, no estaba en posición alguna de hacer algo meritorio. Tomando ya el último aliento en medio de su propia agonía de muerte, carecía de toda esperanza de conseguir el favor de Cristo. Pero dándose cuenta que estaba en una situación totalmente desesperada, el ladrón solamente buscó una muestra de la misericordia de Cristo: “Acuérdate de mí”.
Su petición era súplica final, desesperada de último recurso, pidiendo un pequeño favor que sabía que no merecía. Es un recuerdo del quejoso grito del publicano: “Más el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13). Para que a cualquiera de los dos hombres se les concediera la vida eterna y se les recibiera en el reino, debía ser sobre la base de los méritos de otro. Aun así en ambos casos, Jesús dio una seguridad completa e inmediata de perdón total y de vida eterna. Esas son pruebas contundentes de que la justificación es exclusivamente por la fe.
Las palabras de Jesús al ladrón moribundo le transmitieron una promesa incondicional de perdón total, incluyendo cada acto de maldad que había cometido. No se esperaba que él pudiera expiar sus propios pecados, hiciera penitencia o realizara algún ritual. No fue relegado al purgatorio -aunque si en realidad existiera un lugar así, y si las doctrinas que invariablemente acompañan a la creencia en el purgatorio fueran verdad, este hombre habría sido merecedor de una larga estadía allí. En vez de eso, su perdón fue completo, gratuito e inmediato: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
Eso fue todo lo que Cristo le dijo. Pero era todo lo que el ladrón necesitaba oír. Todavía estaba sufriendo un tormento físico indescriptible, pero la miseria de su alma había desaparecido. Por primera vez en su vida, había quedado libre de la carga del pecado. El Salvador, a su lado, llevaba la carga de su pecado y el ladrón ahora estaba vestido de la justicia perfecta de Cristo. Pronto, estarían juntos en el paraíso. El ladrón tenía la garantía de la palabra de Cristo.
(Adaptado de El Asesinato de Jesús.)