Probablemente ha escuchado a alguien decir que, a pesar de la maldad que vemos demostrada en el mundo que nos rodea, la gente es básicamente buena.
Los políticos, los psicólogos y, tristemente, los líderes religiosos han reforzado esa idea, asumiendo que dado que no somos tan malos como podríamos ser, debe haber algún elemento intrínseco de bondad y dominio propio en cada persona. La idea sirve como un manto tranquilizador de humanismo, que cubre a todos los valores atípicos menos a los más violentos y perversos que no se ajustan a las normas de conducta aceptadas. De hecho, la presunción de la inherente bondad del hombre ayuda a la sociedad educada a distanciarse de esos extremistas y hace que, por comparación, el resto de nosotros nos veamos mejor.
Sin embargo, como vimos la última vez, la verdad es que todos hemos heredado la misma inclinación innata hacia el pecado y la corrupción. Pero ¿existe –tal como algunos enseñan- una partícula pura de lo divino en cada persona, que equilibra nuestra naturaleza pecaminosa y los efectos del pecado original?
Así es como John MacArthur respondió a la idea de la bondad humana innata:
Los falsos sistemas de creencia siempre parecen subestimar la depravación humana. Algunos incluso la niegan rotundamente e insisten que la gente es fundamentalmente buena. Esta es una tendencia de casi todas las herejías pseudo-cristianas, filosofías humanistas y puntos de vista seculares. Los apóstoles de esas religiones y filosofías parecen pensar que describir la naturaleza humana en términos animados y optimistas hace, de alguna manera, más noble su postura. Ese solo hecho personifica perfectamente la ilógica ciega que va de la mano con la incredulidad y la religión falsa. Después de todo, el dilema moral de la humanidad debería ser evidentemente obvio para cualquiera que considere seriamente el problema de la maldad. Como comentó célebremente G.K. Chesterton: El pecado original es el punto de la teología cristiana que puede ser demostrado empíricamente con facilidad.
El estado caído de la raza humana es una situación difícil, profunda, destructiva y universal, inexplicable por cualquier razón simplemente naturalista, pero innegablemente obvia. Donde sea que encuentre humanos, verá amplia evidencia de que toda la raza está cautiva bajo la influencia de la corrupción del pecado. [1] Burk Parsons, ed. John Calvin A Heart for Devotion, Doctrine and Doxology (Orlando, FL.: Reformation Trust, 2008), 129.
La naturaleza pecaminosa en todos nosotros es mucho más que una mancha aislada. La Escritura dice que los hombres y mujeres no arrepentidos, están “muertos en [sus] delitos y pecados” (Efesios 2:1). No hay partícula pura de lo divino, no hay un aposento oculto de bondad no afectada. Como John lo explica, la destructiva y dominante naturaleza de la depravación del hombre es total.
El pecado es un tirano cruel. Es el poder más devastador y degenerante que jamás haya afligido a la raza humana, a tal medida que la creación entera “gime a una, y a una está con dolores de parto hasta ahora” (Romanos 8:22). Corrompe a toda la persona -infecta el alma, contamina la mente, corrompe la conciencia, ensucia los afectos y envenena la voluntad. Es el cáncer que destruye la vida y condena el alma, que degenera y crece como una gangrena incurable en cada corazón humano no redimido. [2] John MacArthur, Slave (Nashville, TN.: Thomas Nelson, 2010), 120-121.
Usted puede entender por qué la doctrina de la depravación total no complace a las audiencias humanísticas. Como contrapunto, ellos usan varios ejemplos de benevolencia y bondad. ¿Cómo podemos negar la bondad innata del hombre frente a millonarios caritativos, voluntarios sacrificados y recicladores fieles?
Pero como John MacArthur explica,
el término depravación total no significa que los pecadores incrédulos son siempre tan malos como podrían ser (cf. Lucas 6:33; Romanos 2:14). No significa que la expresión de la naturaleza humana pecaminosa es siempre manifestada al máximo. No significa que los inconversos son incapaces de actos de bondad, benevolencia, buena voluntad o altruismo humano. Ciertamente, no significa que los incrédulos no pueden apreciar la bondad, la belleza, la honestidad, la decencia o la excelencia. Significa que nada de esto tiene mérito alguno con Dios…
La depravación total significa que los pecadores no tienen habilidad de hacer bien espiritual o trabajar para su propia salvación del pecado. Ellos están completamente reacios a amar la justicia, y están tan muertos en el pecado, que son incapaces de salvarse a sí mismos, ni siquiera pueden prepararse a sí mismos para la salvación de Dios. La humanidad incrédula no tiene la capacidad de desear, comprender, creer o aplicar la verdad espiritual: “Pero el hombre natural no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura, y no las puede entender, porque se han de discernir espiritualmente” (1 Corintios 2:14).[3] John MacArthur, The Vanishing Conscience (Nashville, TN.: Thomas Nelson, 1994), 88.
El hombre no arrepentido no está peleando una guerra interna entre el bien y el mal. Él está completamente incapacitado por su naturaleza pecaminosa innata. Aún las cosas buenas que él hace están manchadas por motivaciones pecaminosas e intereses personales. Y nada acerca de él amerita el favor, la gracia o la atención de Dios. Él es totalmente depravado.
Y a pesar de nuestra corrupción exhaustiva, el Señor ha provisto un camino de salvación. ¿Cómo es que aquellos muertos espiritualmente pueden ser salvados? ¿Cómo alguien pasa de una naturaleza corrupta a ser un hijo de Dios? Eso es lo que veremos la próxima vez.