Hubo un tiempo cuando la familia funcionaba como una unidad. Todos los miembros de la familia iban juntos a la iglesia y se sentaban en la misma banca cada domingo. Luego, a mediados del siglo XX, cuando la iglesia se fue orientando hacia los programas, cada cual se dedicó a lo suyo individualmente. Se formaron grupos para contrarrestar la pérdida de identidad en una sociedad cada vez más tecnológica. Los adultos mayores se iban a su rincón como ancianos. Los hijos quedaron identificados con grupos de jóvenes que, en muchos casos, establecieron el ritmo y el paso para el resto de la iglesia. Al poco tiempo la iglesia empezó a olvidarse de los padres. No obstante, es necesario hacer hincapié de forma equilibrada a todos los miembros de la familia.
Éxodo 20:12 registra el quinto de los Diez Mandamientos: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da”. Las consecuencias de no honrar a nuestros padres nos dan una idea de cuán serio es Dios acerca de esto: “El que hiriere a su padre o a su madre, morirá... Igualmente el que maldijere a su padre o a su madre, morirá” (Éx. 21:15, 17).
Dios quiere orden y respeto en la familia. No solo no quiere que hieras a tus padres, sino que tampoco quiere que los maldigas. ¿Ha escuchado alguna vez a los jóvenes decir cosas negativas acerca de sus padres? Eso hubiera sido digno de muerte en el Antiguo Testamento. Debemos enseñar a los jóvenes la responsabilidad que ellos tienen hacia sus padres.
Quizá usted se pueda identificar con la descripción de hijos rebeldes que encontramos en Proverbios 30. El versículo 11 dice: “Hay generación que maldice a su padre y a su madre no bendice”. En muchos casos, padres y madres no merecen ser honrados, pero eso no es una excusa para que los hijos no los honren. El versículo 12 dice: “Hay generación limpia en su propia opinión, si bien no se ha limpiado de su inmundicia”. Ellos piensan que no necesitan la instrucción de sus padres y dan por supuesto que conocen todas las respuestas. Pero ellos no se dan cuenta de cuán mal andan. Los versículos 13–14 dicen: “Hay generación cuyos ojos son altivos y cuyos párpados están levantados en alto [con orgullo]. Hay generación cuyos dientes son espadas, y sus muelas cuchillos, para devorar a los pobres de la tierra, y a los menesterosos de entre los hombres”. Cuando una generación orgullosa de jóvenes crece, se suelen aprovechar de los demás. Hemos visto evidencias de eso en nuestro país.
El versículo 15 dice: “La sanguijuela tiene dos hijas que dicen: ¡Dame! ¡dame!”. La sanguijuela es un insecto que chupa la sangre de los caballos y otros animales. Este versículo compara a una generación orgullosa con una sanguijuela, indicando que saca todo lo que puede de la sociedad, pero, no obstante, nunca se siente satisfecha.
El versículo 17 dice: El ojo que escarnece a su padre y menosprecia la enseñanza de la madre, los cuervos de la cañada lo saquen, y lo devoren los hijos del águila”. Ese es un lenguaje muy fuerte. Cuando usted lee eso saca la idea de que Dios es bien serio acerca del respeto que los hijos deben a los padres.
Uno de los grandes desastres en el ministerio tiene que ver con pastores que no cuidan de sus propias familias porque están muy ocupados con otros asuntos. Howard Hendricks, un profesor del Seminario Teológico de Dallas, contó una experiencia personal. Alguien le llamó y le dijo:
—Doctor Hendricks, hemos organizado una conferencia bíblica y quisiéramos tenerle a usted como conferenciante. ¿Puede usted venir?
Hendricks dijo que no, pero el organizador de la conferencia continuó:
—Este es un acontecimiento muy importante para toda nuestra comunidad. ¿Por qué no puede venir? ¿Tiene ya otro compromiso?
A lo que Hendricks respondió:
—No. Tengo que jugar con mis hijos.
—¿Qué tiene que jugar con sus hijos? ¿No se da cuenta de que nuestra gente necesita su instrucción?
—Sí, pero mis hijos también me necesitan.
El doctor Hendricks tenía toda la razón. Si un hombre con una influencia tan amplia como la suya pierde alguna vez el respecto de sus hijos, se habrá terminado la credibilidad de su ministerio, además de quedar con el corazón roto. Es muy bueno jugar con sus hijos si quiere evitar terminar como Elí.
Elí, el sacerdote del Antiguo Testamento, se ocupó de los problemas espirituales de todos los demás, pero según parece nunca se preocupó de sus propios hijos. Resultó que sus hijos, Ofni y Finees, se comportaban como hombres impíos y Dios tuvo que decirle a Elí: Cuando inicié el sacerdocio, le dije a Aarón y a sus hijos que ellos serían sacerdotes para siempre por medio del linaje de Aarón. Pero tus hijos han violado mi ley de tal manera que voy a eliminar a tu familia del sacerdocio. Para validar estas palabras, Ofni y Finees van a morir los dos en un día (vease 1 S. 2:27‒34). Al escuchar esto Elí quedó con el corazón destrozado. Había estado tan ocupado cuidando de todos los demás que no le quedó tiempo para tener cuidado de sí mismo y de su familia.
Nunca olvidaré lo que escuché acerca de la experiencia de un hombre que estaba constantemente participando en reuniones evangelísticas. Escuchó a su hijo hablar con otro vecino acerca de jugar juntos. El otro niño respondió:
—No puedo jugar contigo porque tengo que irme con mi papá. Nos vamos juntos al parque para jugar.
El hijo del evangelista contestó:
—Oh, mi papá no puede jugar conmigo. Él está muy ocupado jugando con los hijos de otras personas.
El evangelista dijo que había habido muy pocas cosas que le afectaran tanto como aquel comentario de su propio hijo.
Los cristianos tienen una gran obligación con sus propias familias. Una familia cristiana fuerte debiera ser una alta prioridad. Y usted va a pagar un precio muy alto si no lo hace. Por tanto, debemos esforzarnos por desarrollar matrimonios fuertes y ministerios orientados a la familia, enseñando a los esposos a amar a sus esposas (Ef. 5:25), a las esposas a someterse a sus esposos (5:22), a los hijos a obedecer a sus padres (6:1) y a los padres a no provocar a ira a sus hijos (6:4).
(Adaptado de El plan del Señor para la iglesia)