Dios ama perdonar a los pecadores. Como demuestra la parábola de Cristo sobre el hijo pródigo, Él está deseoso de extender Su misericordia al penitente. No solo eso, el Padre está dispuesto a derramar a Sus hijos una reserva inagotable de amor.
El padre dijo a sus esclavos: “Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies” (Lc. 15:22). Después de haber coronado ceremonialmente a su hijo arrepentido con el más alto honor y privilegio, el padre del pródigo aún no había terminado.
A continuación, convocó la fiesta más extravagante: “Y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y hagamos fiesta; porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado. Y comenzaron a regocijarse” (Lc. 15:23‒24).
El hecho de que un hombre que vivía con su hijo mayor tuviera a mano un “becerro gordo” es una de las principales señales que da Jesús de que no eran simplemente acomodados; eran extremadamente ricos. Tenían un ternero especial, bien alimentado y deliberadamente poco ejercitado, para que produjera la carne más tierna, sabrosa y de primera calidad. La expresión griega traducida como “gordo” significa literalmente alimentado con grano. Así que ese ternero habría proporcionado la mejor carne de ternera alimentada con grano. Eso es un lujo caro incluso hoy en día. Pero en la cultura del primer siglo, donde cualquier tipo de carne se consumía solo en ocasiones especiales y la carne de ganado adulto alimentado con pasto era un producto caro, nadie, salvo el terrateniente más rico, habría pensado siquiera en alimentar a un animal con el preciado grano.
Un becerro así solo se habría engordado para una ocasión extraordinaria, como la boda de un primogénito o un banquete único en la vida para celebrar la llegada de un dignatario importante. El animal se seleccionaba cuidadosamente mucho antes de la ocasión, se alimentaba generosamente, se cuidaba con diligencia y se mantenía encerrado, apartado del rebaño. El momento de la cría era crucial, ya que los becerros no permanecen mucho tiempo como tales. El becerro alimentado con maíz suele sacrificarse cuando tiene unos cinco meses. Tener a mano un becerro gordo de más habría sido muy inusual (si no totalmente inaudito).
Así que parece que este padre decidió que el regreso de su hijo descarriado era un motivo de celebración más monumental que cualquier otro acontecimiento que hubiera planeado. Podía sustituir la comida por otra de menor calidad y reducir el menú que estaba preparando para el otro acontecimiento. Pero este acontecimiento, el repentino regreso de su hijo perdido hacía necesaria la celebración más grande de todas: una mega banquete. Para ello, tuvo que matar al becerro gordo.
Por cierto, un becerro de cinco meses alimentado con maíz pesa unos quinientos kilos. Sería suficiente para alimentar a cientos de personas. (Solo con los mejores cortes habría más que suficiente para doscientas personas, y como todo lo aprovechable iría a algún plato u otro, un ternero así proporcionaría cantidades masivas de comida). Los preparativos habrían durado el resto del día y los festejos habrían continuado hasta altas horas de la noche. No era raro que una gala de este tipo durara tres días o más. Todo el pueblo habría sido invitado.
Habría sido, sin duda, el mayor acontecimiento y la celebración más grandiosa que jamás hubiera tenido lugar en aquella familia. Habría sido probablemente el mayor acontecimiento que el pueblo hubiera visto jamás. Desde la perspectiva del padre, eso era lo apropiado. Ningún acontecimiento podría haberle producido más alegría que el regreso de su hijo perdido. Y aquí tenemos de nuevo una vívida imagen de la alegría del cielo cada vez que un pecador perdido se arrepiente.
La gran alegría del padre es evidente en sus palabras: “Porque este mi hijo muerto era, y ha revivido; se había perdido, y es hallado” (Lc. 15:24). Aunque quizá no llevó a cabo un funeral como tal cuando su hijo se marchó al país lejano, para este padre, el muchacho estaba muerto en vida. Tenía una esperanza muy frágil, pero ninguna expectativa real de volver a ver al joven. Desde el día en que el hijo pródigo se marchó, había vivido con ese dolor, en un constante estado de duelo, lamentando la pérdida de un hijo precioso. Anhelaba el regreso del muchacho, imaginaba en su mente cómo sería verlo restablecido, y oraba por la oportunidad de concederle el perdón.
No se atrevía a esperar un día así, pero por fin había llegado. El hijo que estaba muerto estaba ahora “de pie y vivo”. (Ese es el significado literal de la expresión en Lucas 15:24). El joven que estaba perdido por fin había sido encontrado. El padre tuvo la gran alegría que tanto había soñado: devolverle la vida al hijo. El hijo tenía ahora un nuevo estatus y una nueva actitud. Padre e hijo se habían reconciliado por fin. Por primera vez, el hijo pródigo tenía una relación real y vital con un padre amoroso y perdonador que le daba pleno derecho a todo lo que poseía, y bendición sobre bendición.
Difícilmente podríamos culpar al hijo pródigo por sentir que tenía más motivos que nadie para celebrar. Había confiado su vida al padre, y el padre le había asombrado y abrumado absolutamente al confiarle sus recursos. El hijo estaba por fin en casa, en la casa del padre, como un verdadero miembro de la familia. Tenía todas las razones para permanecer fiel y dedicar el resto de su vida al honor de su padre.
Ahora, consideremos una verdad importante que es claramente obvia, pero que no se nos explica expresamente en la narración de la parábola por parte de Jesús: Esta celebración no tenía que ver con el comportamiento del hijo. Ni siquiera su arrepentimiento —por maravilloso que fuera— merecía este tipo de honor extravagante. ¿Qué se celebraba exactamente en esta fiesta? Un momento de reflexión nos dará una respuesta clara porque, después de todo, es el tema central de Lucas 15. Se trataba de la alegría pura y simple de la fiesta. Se trataba de la pura alegría de la redención.
En efecto, la fiesta se celebraba en honor de la bondad del padre hacia su hijo indigno. El padre se regocija no porque el hijo haya hecho algo para ganarse su favor —el joven no había hecho nada realmente digno de una celebración. Más bien, el padre se regocijaba porque ahora tenía la oportunidad largamente esperada de perdonar y restaurar al hijo que tanto lo había deshonrado y le había causado tanto dolor.
En otras palabras, la celebración aquí es por el bien del padre, no del hijo. Fue el padre quien devolvió a este joven su vida y sus privilegios. Fue el padre quien le perdonó, le devolvió la condición de hijo, le dio la verdadera libertad y le colmó de muestras de amor. Así que este padre, que aparentemente no sentía vergüenza, organizó una fiesta para poder compartir la alegría de su propia bondad con todo el mundo. Esa clase de alegría es contagiosa, estimulante, refrescante y llena de gloria. Es una imagen magníficamente adecuada del gozo del cielo.
Me encanta el lenguaje del final del versículo 24: “Y comenzaron a regocijarse” (énfasis añadido). Esto fue solo el comienzo. Y esta es la imagen de una fiesta que nunca termina.
En eso consiste la alegría del cielo. Es la celebración eterna de la gracia extravagante de un Padre amoroso para los pecadores penitentes, creyentes, pero totalmente indignos. La alegría del cielo no termina cuando un pecador vuelve a casa; eso es solo el principio. ¿Se ha preguntado alguna vez qué harán los santos en el cielo? Así es como pasaremos la eternidad: celebrando sin fin el gozo de nuestro Padre celestial.

(Adaptado de Memorias de dos hijos)