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¿Qué piensa Dios de los homosexuales?
La Escritura es clara: Él los ama y desea su salvación, al igual que a todos los demás pecadores.
De hecho, es el amor de Dios por los pecadores lo que proporcionó el único medio para su salvación: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Jn. 3:16). Del mismo modo, Dios frena pacientemente Su juicio sobre los pecadores: “Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2 P. 3:8–9). En amor, Él retiene Su justa ira, mientras allana el único camino a la salvación.
Ese es el mensaje constante de Dios a Su pueblo: “Vivo yo, dice Jehová el Señor, que no quiero la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva. Volveos, volveos de vuestros malos caminos” (Ez. 33:11). A lo largo de las Escrituras, Dios suplica amorosamente a los pecadores que se arrepientan antes de desatar Su ira.
En última instancia, solo el amor de Dios puede salvar a alguien. Las Escrituras son claras acerca de la condición espiritual del pecador:
“Y él os dio vida a vosotros, cuando estabais muertos en vuestros delitos y pecados, en los cuales anduvisteis en otro tiempo, siguiendo la corriente de este mundo, conforme al príncipe de la potestad del aire, el espíritu que ahora opera en los hijos de desobediencia, entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Ef. 2:1‒3).
La única esperanza para los que están atrapados en la esclavitud del pecado y su muerte espiritual es el amor de Dios. “Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó, y asimismo nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús” (Ef. 2:4–6).
Para aquellos de nosotros que hemos sido rescatados y redimidos por el amor de Dios —que hemos sido transformados de la muerte espiritual a la vida en Cristo— es nuestro llamado y privilegio llevar las buenas nuevas del evangelio a otros, rogándoles que se arrepientan y crean mientras aún hay tiempo.
Lamentablemente, ese no es el mensaje que muchas iglesias llevan hoy a los homosexuales. Una de las tragedias más grandes de nuestro tiempo es la reclasificación de la homosexualidad como un comportamiento normal, aceptable e incluso noble. Demasiadas iglesias han hecho concesiones a la verdad de la Palabra de Dios y han cedido ante los caprichos de la cultura. Han consentido la idea de que las inclinaciones sexuales desviadas de una persona son una característica genética, en lugar de una perversión de la que necesita ser rescatada. Hay un movimiento masivo en la iglesia de hoy para normalizar el comportamiento homosexual, un intento implacable de proporcionar apaciguamiento para la culpa intensa de la lujuria y la rebelión sin control.
Por eso, hoy en día muchas iglesias se apresuran a dar a los homosexuales la falsa seguridad de que Dios les ama y les acepta tal como son. Afirman que se trata de un mensaje tolerante y amoroso, pero la verdad es que es una mentira engañosa y destructiva. Al no identificar y confrontar el pecado como pecado, estas iglesias están negando a los homosexuales —y a todos los pecadores— su única fuente de esperanza y liberación.
Si el pueblo de Dios va a ser fiel a Su llamado y a la obra de Su reino, necesitamos ser claros y consistentes en lo que Su Palabra dice sobre la homosexualidad.
¿Qué dice la Biblia sobre la homosexualidad?
La verdad es que la homosexualidad no es un estilo de vida alternativo. No es simplemente una orientación sexual viable, una predisposición genética, o una preferencia personal. De hecho, no es más que una inclinación sexual perversa —una de las muchas que las Escrituras identifican como desviaciones rebeldes del buen diseño de Dios—.
Hay una hermosa claridad y sencillez en la creación divina de la humanidad. “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gn. 1:27). Su Palabra nos dice que la idoneidad y la compatibilidad estaban en el centro de Su diseño creativo para las relaciones humanas (2:18). Y desde su inicio, Dios reveló Su diseño para el matrimonio y la familia: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne” (v. 24).
No es de extrañar que el pecado sexual estalle en el mundo poco después de la caída y la expulsión del jardín. Las religiones paganas del mundo primitivo incluían todo tipo de prácticas perversas en los ritos religiosos de sus falsos dioses. La inmoralidad era una característica constante de la idolatría antigua.
Para cuando el Señor liberó a Su pueblo de Egipto, el pecado sexual era una parte tan prominente de la vida que incluyó prohibiciones específicas contra este en Su ley. De hecho, está claro en la ley de Dios que las antiguas religiones satánicas tuvieron un gran éxito cuando se trató de borrar la distinción entre hombres y mujeres. Deuteronomio 22:5 dice: “No vestirá la mujer traje de hombre, ni el hombre vestirá ropa de mujer; porque abominación es a Jehová tu Dios cualquiera que esto hace”.
El primer versículo del capítulo 23 identifica otra degeneración dominante de la época: “No entrará en la congregación de Jehová el que tenga magullados los testículos, o amputado su miembro viril”. Tal como vemos hoy, la obra creadora de Dios estaba bajo asalto. En el mundo antiguo, los hombres se convertían en eunucos para servir en los templos de los dioses paganos, a menudo como prostitutos masculinos. Los padres que intentaban ganarse el favor de su deidad preferida entregaban a sus hijos para que sirvieran en el templo, los mutilaban y los entregaban a una vida dominada por la flagrante degradación e inmoralidad que se consideraba culto en el mundo antiguo.
En Levítico 18 podemos hacernos una idea de lo generalizado que estaba el pecado sexual. Allí el Señor codifica Sus mandamientos contra una serie de comportamientos inmorales, prohibiendo a Su pueblo el incesto, el sacrificio de niños y la bestialidad. La Biblia deja claro que tales prácticas eran comunes entre las naciones vecinas. “No haréis como hacen en la tierra de Egipto, en la cual morasteis; ni haréis como hacen en la tierra de Canaán, a la cual yo os conduzco, ni andaréis en sus estatutos” (v. 3). Entre estas perversiones está la homosexualidad: “No te echarás con varón como con mujer; es abominación” (v. 22). Dios es inequívoco en Su condena. “En ninguna de estas cosas os amancillaréis; pues en todas estas cosas se han corrompido las naciones que yo echo de delante de vosotros, y la tierra fue contaminada; y yo visité su maldad sobre ella, y la tierra vomitó sus moradores” (vv. 24‒25). El capítulo termina con esta terrible advertencia
“Porque cualquiera que hiciere alguna de todas estas abominaciones, las personas que las hicieren serán cortadas de entre su pueblo. Guardad, pues, mi ordenanza, no haciendo las costumbres abominables que practicaron antes de vosotros, y no os contaminéis en ellas. Yo Jehová vuestro Dios” (vv. 29‒30).
En caso de que eso no fuera lo suficientemente claro para el pueblo de Dios, Él dio más instrucciones para el castigo de tales perversiones pecaminosas. “Si alguno se ayuntare con varón como con mujer, abominación hicieron; ambos han de ser muertos; sobre ellos será su sangre” (Lv. 20:13). Cabe señalar que la homosexualidad no se castiga exclusivamente con la muerte: el Señor exigía la misma pena para el adulterio, la fornicación, el incesto y la bestialidad. El mensaje a los israelitas era inequívoco: “Y no andéis en las prácticas de las naciones que yo echaré de delante de vosotros; porque ellos hicieron todas estas cosas, y los tuve en abominación” (v. 23). Dios dejó claro que la inmoralidad que dominaba el mundo antiguo no debía ser tolerada entre Su pueblo.
Y para que nadie piense que tales disposiciones se aplicaban solo al pacto de Dios con Israel en el Antiguo Testamento —que de alguna manera Su condena es ahora anticuada e irrelevante para la sociedad moderna— el Señor incluyó prohibiciones similares también en el Nuevo Testamento. En 1 Timoteo 1, el apóstol Pablo incluye a los “fornicarios y sodomitas” junto a los asesinos, secuestradores, mentirosos y perjuros, caracterizándolos a todos como “irreverentes y profanos” y que “se oponen a la sana doctrina” (vv. 9–10).
El apóstol pronuncia una condena aún más enérgica en 1 Corintios 6:9–10: “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios”. La Escritura es clara. La homosexualidad es un pecado —uno de los muchos que Dios reprende, condena y un día juzgará—.
Por eso es tan trágico que tantas iglesias de hoy hayan hecho concesiones a la claridad de las Escrituras para rendirse a este mundo pecaminoso y rebelde.
Solo considere el analfabetismo bíblico o el desafío abierto de animar a un grupo de pecadores a identificarse por sus inclinaciones pecaminosas particulares. No señalamos a los mentirosos, ladrones o adúlteros para un reconocimiento especial en la iglesia. ¿Por qué tratar de forma diferente a los que tienen inclinación por el pecado de la homosexualidad? El mundo quiere elevar a los homosexuales como una clase especial y protegida. Cuando la iglesia acepta esa idea, contradice el llamado bíblico a arrepentirse de ese pecado.
Otros intentan llegar a una concesión más matizada, con la esperanza de dejar espacio para quienes no actúan según sus impulsos lujuriosos. Hoy en día, muchos en la iglesia quieren restar importancia a la atracción hacia el mismo sexo o excusarla por completo. Incluso podrían adoptar la perspectiva mundana de que la atracción homosexual es una característica inmutable, prácticamente culpando a Dios. Pero esa noción ignora el hecho de que cualquier deseo pecaminoso de algo que Dios ha prohibido es en sí mismo pecaminoso. De hecho, da licencia a los tentados por otras perversiones sexuales —hasta la pedofilia y la zoofilia— que creen que sus inclinaciones perversas son igualmente inherentes a su constitución, y aceptables siempre y cuando no actúen en consecuencia.
Además, excusar las inclinaciones pecaminosas anula la exhortación de Pablo a “haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría; cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia" (Col 3:5–6). Hay que arrepentirse de toda maldad que hay en el corazón y mortificarla —no entretenerla y justificarla—.
Tal confusión es impropia del pueblo de Dios. Tenemos que ser claros y coherentes con la verdad bíblica sobre la homosexualidad. Tenemos que identificarla fielmente como pecado, a la vez que llamamos amorosamente a los que están atrapados en sus garras a que se aparten de ella y crean en Cristo.
Y también tenemos que ser claros sobre los peligros que presenta. La próxima semana, veremos que la Palabra de Dios es muy clara acerca de la naturaleza destructiva de la homosexualidad.