Quizás el momento más sorprendente de la parábola de Cristo sobre el hijo pródigo es cuando el padre finalmente se reúne con su hijo rebelde y vergonzoso. Aquí estaba un padre, corriendo con los brazos abiertos hacia el hijo que había traído tanto reproche a su familia. Además, lo llenó de regalos asombrosos. El padre dijo a sus siervos: “Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies” (Lc. 15:22).
La ceremonia de entrega de los tres regalos no fue un mero gesto sentimental. El padre estaba haciendo una declaración pública que tenía un peso legal profundo y de largo alcance. Así como el calzado significaba que el pródigo iba a ser tratado como un hijo y no como un sirviente contratado, y la túnica demostraba que no era simplemente un hijo, sino un hijo muy favorecido, el anillo con el sello tenía un significado que todo el mundo entendía en aquella cultura. Otorgó formalmente al hijo pródigo un derecho legal conocido como usufructo.
Quienes están familiarizados con la terminología jurídica —especialmente la ley de herencias— reconocerán inmediatamente este término. El principio jurídico del usufructo tiene una larga historia que se remonta al menos a los comienzos de la ley romana, y sigue siendo un derecho reconocido en la mayoría de los sistemas de derecho civil en la actualidad. Usufructo procede de una expresión en latín que significa literalmente “uso y disfrute”, y describe el derecho legal de utilizar la propiedad o los bienes de otra persona libremente y recoger sus frutos como si fueran los propios bienes personales.
En otras palabras, el usufructo confiere todos los derechos de propiedad sin transferir el título de propiedad por sí solo. El usufructuario (el no propietario que recibe este derecho) no está autorizado a vender, dañar o disminuir el valor de la propiedad en cuestión. Pero más allá de eso, es libre de utilizarlo como quiera. Si se trata de un campo, puede cultivarlo y cosechar los beneficios de la empresa sin obligación de pagar alquiler. Si se trata de una propiedad inmobiliaria, puede utilizarla como si fuera suya, o incluso arrendarla a otra persona y recoger los beneficios para sí mismo. Se trata de un privilegio elevado y poderoso, similar a un poder notarial, pero específicamente con respecto al uso de la propiedad.
No hay que olvidar que los bienes de esta familia ya se habían dividido formalmente entre los dos hijos (Lc. 15:12). El padre había liquidado lo que pudo para dar una cuantiosa herencia en efectivo al hijo menor, que enseguida lo desperdició todo. Todo lo que quedaba era la legítima herencia del hijo mayor. Ese hijo no podría legalmente asumir la propiedad plena y sin restricciones del patrimonio familiar hasta la muerte del padre. En otras palabras, mientras el padre viviera, los derechos de propiedad del hijo mayor eran solo usufructuarios.
Pero en el caso del hijo mayor, se trataba de una mera formalidad temporal. Con el tiempo heredaría la plena propiedad de todo lo que quedaba en la finca. Ese hecho no podía cambiarse ahora. Cuando la herencia se dividió a instancias del hijo pródigo, se habrían redactado y ejecutado acuerdos legales para garantizarlo. A la muerte del padre, el hijo mayor pasaría automáticamente a ser el único propietario. Todas las cuestiones relativas a la propiedad a largo plazo de los bienes familiares estaban ya resueltas, eran jurídicamente vinculantes y absolutamente irrevocables. No había ningún pretexto para redistribuir la herencia. Todo lo que había en la propiedad pertenecía al hermano mayor según lo prometido.
Pero por ahora, mientras el padre viviera, seguía siendo el patriarca de la familia y la cabeza de la casa. Técnicamente, era el titular de todos los bienes por el momento y, por lo tanto, tenía todas las prerrogativas para hacer uso de la herencia y de todos sus bienes como quisiera. En efecto, lo que hizo aquí fue reclamar todo lo que había prometido al hijo mayor, y le dijo al hijo menor: “Úsalo como quieras”.
La gente que escuchaba la parábola se habría quedado perpleja ante semejante expresión de gracia. ¿Cómo puede ser justo? ¿Cómo puede el padre recompensar tan generosamente al hijo pródigo —de un modo que casi parece insultar la imagen de “hijo bueno” del hijo mayor— a pesar del modo en que se ha comportado el hijo menor? ¿Cómo puede este hombre permitir que el hijo pródigo disfrute de los mismos bienes, beneficios y privilegios que el hijo que se quedó en casa?
Si el hijo pródigo no hubiera regresado, el hijo mayor habría acabado vistiendo esa túnica, o bien el propio padre la habría usado en la boda del hijo mayor. Ese era el tipo de ocasión en la que se debía sacar a relucir esa túnica: la boda del hijo primogénito. Una boda así era el acontecimiento más importante que normalmente tenía lugar en cualquier familia. Pero ahora la túnica estaba manchada con el olor a cerdo del hermano menor.
El hijo mayor debería haber recibido el anillo del padre y el correspondiente privilegio legal de actuar en nombre de su padre. El hijo mayor era el que se había quedado en la propiedad familiar en primer lugar, y debería haber tenido derechos de usufructo exclusivos sobre ella. Al fin y al cabo, toda esa propiedad ya era suya por una promesa legal vinculante.
Nada de esto tenía sentido, sobre todo en una cultura en la que se valoraba tanto el honor.
Pero el padre actuó con rapidez, sin vacilar, y la forma firme y segura en que respondió hizo que su declaración fuera mucho más rotunda. Considere una vez más, bajo esa luz, el profundo mensaje que esto envió a los aldeanos que presenciaron la escena: Le calzó los pies al pródigo lo más rápido posible, haciendo una declaración pública y ceremonial que eliminó al instante cualquier duda sobre si la filiación del muchacho seguía intacta. Pidió que le trajeran la túnica al lugar donde estaban (Lc. 15:22), poniéndosela antes de que el muchacho pudiera siquiera ir a casa y limpiarse la mugre de su vida de pecado y del largo viaje de regreso. Quería cubrir las ropas del muchacho lo antes posible, antes de que el pródigo caminara por el pueblo bajo la mirada desaprobadora de tanta gente. Incluso cubrió al pródigo con su mejor vestido, permitiendo que esa gloria prestada sirviera de escudo contra la vergüenza que el muchacho merecía. E inmediatamente le dio el anillo, concediendo al muchacho un inmenso privilegio del que claramente no era digno de disfrutar.
Más extraño aún, el padre trató al pródigo que regresaba como a un príncipe honrado. Ordenó a sus sirvientes que atendieran a su hijo como si el pródigo fuera de la realeza: “Sacad el mejor vestido, y vestidle; y poned un anillo en su mano, y calzado en sus pies”. El mensaje era claro: El padre estaba concediendo al joven no solo el perdón y la plena reconciliación, sino también todos los privilegios de un hijo de la realeza que ha alcanzado la mayoría de edad y ha demostrado ser digno de confianza.
La parábola de Cristo es un cuadro impresionante de cómo Dios trata a todo pecador que acude a Él con fe y arrepentimiento. Nos adopta inmediatamente en Su familia como herederos plenos de un tesoro celestial inagotable. Cubre nuestro pecado vistiéndonos permanentemente con Su justicia perfecta. Y nos concede sin reservas todos los privilegios concebibles como Sus hijos amados.

(Adaptado de Memorias de dos hijos)